martes, 17 de noviembre de 2009

MUERTE DE UN HERMANO de Haroldo Conti


A mi madre


El viejo ni siquiera sintió el golpe. Solamente un blando adormecimiento que le subía desde los pies. Algunas voces crecieron hacia el medio de la calle y después recularon suave­mente. El hombre se aproximó desde la niebla que lo rodeaba y se inclinó sobre él.
—Juan... El hombre sonrió.


— ¡Juan!


— ¿Qué tal, hermano?


— ¿De dónde sales, Juan? Le apuntó con un dedo sin dejar de sonreír.


— ¿No te dije que algún día iba a volver?


—Sí... eso dijiste... ¡claro que sí! La niebla se agitó detrás de la figura. Varas de sombras avanzaban hacia él pero cuando trató de reconocerlas se com­primieron y juntaron en una franja circular.


—Juan, hermanito... Movió la cabeza para uno y otro lado.


—Ha pasado tanto tiempo... No tienes idea.


—Lo sé.


— ¡Oh, no!... el tiempo para ti es otra cosa. Me refiero al mío, muchacho... Te esperé, claro que te esperé... Yo le decía a esta gente —trató de señalar—, esta gente... Entrecerró los ojos y lo miró con fijeza. Era él, no había duda. El mismo rostro duro y franco. —Yo también llegué a dudar, ¿sabes? —reconoció en­tonces por lo bajo. Y la voz se le quebró en la garganta.


—Bueno, se comprende.

—Supongo que sí...


—Pero en el fondo sabías que iba a volver, ¿no es así, hermanito? Le apuntó otra vez con el dedo y una vieja llama brotó dentro de él.


— ¡Claro! ¡Claro que sí! Trató de incorporarse y abrazar a aquel hermano que había vuelto por fin, pero le fallaron las piernas. La verdad que ni siquiera las sentía. Entonces se abandonó sobre el pavimento aguantándose apenas con las manos, nada más que para no perder de vista ese rostro querido.


— ¿Y cómo te ha ido por ahí, muchacho?


—preguntó con una voz complacida. Trataba de parecer natural. En realidad se sentía mejor que nunca en mucho tiempo y el viejo cuerpo no pesaba ahora absolutamente nada.


—Bien, bien... — ¡Este Juan!... ¿Eso es todo? —Nunca hablé demasiado. —No, es verdad... Apenas un poco más que el viejo... dos o tres palabras más. Y sonrió recordando al viejo y al Juan de aquel tiempo, casi igual a este Juan. O tal vez igual del todo.


—Pero cantabas muy bien, eso sí ¿Todavía conservas esa linda voz?


—Creo que sí. — ¿Y cantas también?


—Todavía. El que anda solo como yo, siempre canta alguna cosa.


—Aquí hay mucha gente sola, si te refieres a eso, pero no canta casi nunca... Hizo una pausa porque sentía un gran cansancio.


—A veces me acordaba de ti y cantaba. A decir verdad, últimamente era la única forma de acordarme. Inclinó la cabeza hacia el pavimento y añadió por lo bajo:


—Nadie ve con buenos ojos que un viejo cante porque sí... Yo les decía... trataba de explicarles. Pero tú sabes cómo es esta gente. Va y viene todo el día... Creo que el cabo me entendió una vez. Por lo menos sonrió y me dijo: "Siga, viejo. Cante de nuevo esa cosa." Volvió a levantar la cabeza. —Juan, hermanito, yo también he caminado mucho. Y una gruesa lágrima rodó por su mejilla. Juan extendió una mano en silencio y lo palmeó suave­mente a pesar de que era una mano ancha y poderosa. —Creí que ya no vendrías. Ésa era la verdad. Perdóname, pero lo llegué a creer.


—¿Qué importa eso ahora? El hecho es que he venido y te voy a llevar.


—¡Es lo que yo decía! ¡Repítelo, Juan, quiero que lo oigan todos!


—Eso es...

—Vendrá Juan, decía yo, vendrá mi gran hermano y nos iremos un día... ¿Qué pasa? ¡Juan! ¡Juan!


—Aquí estoy, muchacho. No te preocupes.


—Creí que te habías ido. —No te preocupes. Volvió a ponerle la mano sobre el hombro. Ése era Juan. No había que explicarle nada. Lo comprendía y lo abarcaba todo. De una vez. Y su gran mano sobre el hombro despedía una corriente, algo que lo traspasaba a uno. Era como un árbol con la firme raíz y los sonidos de la tierra por un lado y los pájaros y los cielos por el otro. Años atrás, la mano también sobre el hombro, le había dicho casi lo mismo. "No te preocupes. Volveré por ti un día." Estaban sobre el camino de tierra, en el límite del campo, una mañana de otoño. Juan no había querido que lo acompañase nadie más que él. Atravesaron el campo en silencio y no se volvió una sola vez. Después salieron al camino, ya de mañana, y cuando apareció el coche le puso la mano sobre el hombro y le dijo aquellas palabras. Después desapareció en un recodo. Él se preguntó más de una vez de dónde le había nacido la idea. Era un hombre de la tierra, como el viejo. Tal vez la proximidad del camino, aquella franja pardusca que salía y entraba en el horizonte y sobre la que de vez en cuando veían deslizarse algún carro soñoliento o la figura más pequeña y más lenta de algún vagabundo que los saludaba con la mano en alto y después desaparecía en el recodo y tenía todo el camino para él, de una punta a otra, y además lo que no se veía del camino, es decir, el resto del mundo. De cualquier forma, había en él, en ese rostro duro y confiado, algo que no había en los otros, una marca o señal que se iluminaba por dentro cuando miraba el camino o cuando simplemente hablaba de él. De manera que un día cualquiera Juan se marchó. Algo después el camino se llevó a su madre en un carruaje de tristeza. Y después vinieron los años difíciles. La tierra se hizo dura y esquiva y el viejo un ser taciturno. Partió en la misma carroza que su madre el invierno del 37. Hasta que una mañana de agosto salió al camino él tam­bién y esperó el coche y se marchó por fin. La casa desapareció detrás del recodo, para siempre. La mayor parte de su vida venía después, pero eran años desprovistos de recuerdos, apenas un poco más miserable uno que otro. Diez años de pobreza, miseria. Pobreza, miseria y vejez de ciudad. En realidad quizá fue un poco feliz cuando aceptó toda esa miseria. La gente no puede entender esto. Pero al cabo del tiempo él era feliz, o casi feliz, a su manera. Toda su preocu­pación consistía en estar a las seis de la tarde en la puerta del asilo y cuidar que ningún vago le birlara la cama junto a la ventana. A esa hora y desde ese lugar los enormes y blancos edificios parecían boyar en la luz amable de la tarde. Después se oscurecían lentamente. Después las luces erraban en la noche a confusas alturas y en cierto modo la ciudad desaparecía y .pensaba en la casa lejana, el campo joven y abundoso. Entonces volvía a ver el camino y recordaba las palabras de Juan. No siempre lograba recordar al Juan entero porque tenía que ayudarse con canciones y vislumbres más propios del día. Pero de todas maneras su hermano había crecido dentro de él y era una cosa mucho más viva que él, a pesar de la ausencia. Había una hora y un lugar, precisamente cuando los viejos y los vagos se reunían frente al asilo y esperaban a que se abriesen las puertas. Entonces, vaya a saber por qué, Juan reaparecía entero o casi entero en medio de toda aquella mise­ria. Y eso, por lo menos, le daba impulso para alcanzar la cama al lado de la ventana. Sólo que últimamente la imagen había empalidecido y algunos días no aparecía siquiera. Y si conseguía la cama no era por el Juan sino porque ya nadie quería disputársela. Para decir la verdad, hacía un tiempo que había perdido interés en el asunto. Ni más ni menos. Los años habían termi­nado por doblegarlo. Estaba seco por dentro y se dejaba llevar y traer como un casco viejo. Miró a Juan y trató de sonreír.


—Las cosas lo llevan y lo traen a uno como un casco viejo. Es eso...


—¿De qué estás hablando?


—Me pregunto cómo sucedió todo esto.


—¿Qué importancia tiene, muchacho?


—Ninguna, por supuesto. Quise decir simplemente que las cosas sucedieron sin que yo me propusiera nada. Hablaba con una voz mansa y dolorida.


—Bueno, es lo que pasa por lo general.


—No a ti, no a ti, muchacho... Tú saltaste sobre la vida y la domaste como a un potro. ¿Eh, Juan?

—No fue así. Bueno, yo sé cómo fue realmente. Lo que pasa es que nunca me pregunto esas cosas... La tomaba como venía.


—Eso es, muchacho. Eso es. ¡Cerrabas el puño y te la metías en el bolsillo! Juan, ¿estás ahí? La figura parecía oscilar y alejarse.


—Aquí estoy.


—¿Quisieras darme la mano?


—Claro que sí. Ahora casi no veía su rostro. Pero sintió la mano áspera y dura. No tenía idea de la hora pero de cualquier manera le resultaba extraño aquel silencio en esa calle de la ciudad. — ¿Qué se habrá hecho de la gente? —se preguntó sin verdadera curiosidad mientras trataba de sostener la cabeza que parecía querer escapársele—. Debe ser muy tarde. La figura osciló hacia adelante y entonces con el último hilo de voz preguntó todavía:


—¿Vamos, Juan? Sintió la voz muy cerca de él.


—Cuando quieras, muchacho.


—Vamos ya...

Por Haroldo Conti


BIOGRAFÍA:

ARGENTINA

HAROLDO PEDRO CONTI (1925-desaparecido en 1976)

Haroldo Pedro Conti nació el 25 de mayo de 1925 en Chacabuco, provincia de Buenos Aires. Desde que empezó a vagabundear con su padre por los alrededores de su pueblo chico, fue un eterno caminante y hacedor de múltiples oficios, y uno de los escritores más brillantes surgidos en la década del ‘60.

‘Yo soy escritor nada más que cuando escribo. El resto del tiempo me pierdo entre la gente. Pero el mundo está tan lleno de vida, de cosas y sucesos, que tarde o temprano, vuelvo con un libro”.

Fue maestro rural, actor, empleado bancario, director teatral aficionado, seminarista, empresario de transportes, piloto civil, profesor de filosofía y latín, constructor de veleros, pescador y náufrago.

En 1938, ingresó en un colegio de Ramos Mejía y en 1939, por breve tiempo, en el seminario de los Salesianos. Desde entonces hasta 1944, ejerció esporádicamente como maestro, pasando luego al Seminario Metropolitano Conciliat donde cursó estudios de filosofía. En 1947 entró de empleado en un banco y al poco tiempo compró un camión y fundó una pequeña empresa de transportes. Entretanto completó sus estudios de Filosofía y Letras en la universidad y obtuvo el título de piloto civil. A lo largo de seis años construyó un velero, el ‘Alejandra, en el que vivió largas temporadas merodeando por el Delta y las islas litorales. También navegó como tripulante profesional y como pescador y, en 1965, naufragó en el cabo de Santa María, en la costa uruguaya.

Si bien su carrera literaria se inició en el teatro (Examinado, 1955), fue un cuentista y novelista extraordinario. “No sé si tiene sentido, pero me digo cada vez: contra la historia de la gente como si cantaras en medio de un camino, despójate de toda pretensión y canta, simplemente canta con todo tu corazón; que nadie recuerde tu nombre sino toda esa vieja y sencilla historia”.

El 5 de mayo de 1976, fue secuestrado por la dictadura militar y hasta el día de hoy permanece en la lista de desaparecidos.

Dentro de su obra literaria podemos destacar: en teatro, “Examinado” (1955); en cuentos, “La causa” (1960), “Marcado (en revista “Baires” verano 1963-1964), “Todos los veranos” (premio Municipalidad de Buenos Aires, 1964), “Con otra gente” (1967), “La espera” (en revista “Latinoamericana” Nº 1, 1972), “La bajada del álamo Carolina” (1975), “A la diestra” (en revista “Casa de las Américas” Nº 107, 1978); en novelas, “Sudeste” (Premio Fabril, 1962), “Alrededor de la jaula” (Premio Universidad de Veracruz, Méjico, 1966), “En vida” (Premio Barral, España, 1971), “Mascaró, el cazador americano” (Premio Casa de las Américas, Cuba, 1975). Por último, cabe mencionar también las numerosas publicaciones de Conti en a revista “Crisis”: Nº 8 (diciembre 1973), Nº 15 (juliol Nº 16 (agosto 1974), Nº 21 (enero 1975), Nº 24 (abril 1975), Nº 27 (julio 1975), Nº 36 (abril 1976) y Nº 37 (mayo 1976).

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En el caso de Haroldo Conti por haber sido secuestrado y desaparecido por el terrorismo de Estado que gobernó nuestra Argentina desde 1976 hasta 1982, fecha de regreso de la democracia, he querido agregar un texto que es muy crudo a mi entender pero que creo conveniente para que aquel que no se haya aún imaginado siguiera cómo eran esos secuestros con los cuales desaparecieron a 30.000 argentinos de mi generación, compañeros de causa, amigos del alma, lo conozcan por lo menos por estas breves palabras que describen el momento en que la dictadura militar secuestraba a los que no pensaban como ellos, a quienes querían una Argentina distinta. Es dolororso. Pero para los jóvenes actuales es imporante conocer este artículo, porque ... lamentable, pero es historia argentina. Melan.

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La noche que cazaron a Haroldo Conti por Rafael Grillo ::

El 5 de mayo de 1976 fue secuestrado y desaparecido por la dictadura uno de los narradores argentinos más importantes de su época, de aquellos que además de escribir militaban
“Un buen día, un día que jamás recordaré…”
Oficio de horario y rigores. Esa imagen de la literatura que le transmitió el ejemplo de Hemingway, hace que en la mañana del 4 de mayo de 1976 se enfrasque en la continuación del cuento iniciado ayer. Lo había llamado “A la diestra”, según dirá el Gabo; aunque esto luce inaudito en un hombre de corazón a la izquierda. Otros, en cambio, precisarán que “A la deriva”, título que más afín parece con el espíritu nómada del escritor[1]. Es presumible, sí, que fiel a su rutina, no haya abandonado el escritorio hasta teclear el punto final. Ahora el tiempo le da justo para trajearse y salir a exponer su clase en un colegio de las cercanías.
A la vuelta, sobre las seis de la tarde, lo agita el reclamo de su esposa. Hay que acabar de ponerle las cortinas nuevas al estudio y la pareja se acopla en la tarea. Luego llega la hora del padre, con sus placeres y deberes: arrulla a su bebé de tres meses; ayuda en los ejercicios escolares a la hijastra de siete años. La cena en familia, con carne asada, se agranda con la presencia de un amigo venido desde Córdoba. Y para los cónyuges, que en los últimos seis meses no han paseado juntos, es una suerte que el invitado vaya a pernoctar en la casa y se ofrezca para cuidar a los niños mientras ellos asisten al cine. Parten alrededor de las nueve de la noche; la segunda parte de El Padrino está de estreno en la sala oscura de la barriada.
No es difícil imaginarlos a la salida: andan apretaditos, incitados por los latigazos del viento otoñal, con la primavera de la felicidad latiéndoles por dentro. Él, como todo experto en asuntos de película, inquiere a su compañera: “¿A vos qué tal…?” “Celesta y compuesta”, responde ella, que tan solo siente deseos de cachondear y ha hecho suyo el refrán enigmático de los personajes del Circo del Arca.
Tal vez llegaron hasta la puerta entre risas, sin enterarse que sus relojes marcaban ya 5 minutos después de la medianoche. Y como no estaban para augurios de numerología, nunca reparan en que ya es día 5 del mes 5, y que a un Haroldo Conti de 50 años cumplidos, apenas le faltan 20 jornadas para la fecha del 25 en que debía comenzar un año nuevo de su vida. Tampoco la dicha los dejó percatarse que no eran recibidos con ladridos de perro, ni maullidos de gato. Demasiado silencio del otro lado.
Crónica de un día anterior: “hic meus locus pugnare est et hinc non me removebunt”
El consejo del Príncipe Patagón debió resonar en su mente cuando escribía la carta al compadrito de Bogotá: “No te quedes. Las ciudades son para tránsito, se atraviesan… No te quedes en ninguna parte más del tiempo necesario”. Aún así, le aclara a Gabriel García Márquez que no acudirá a la invitación en Ecuador.
¿Por qué insiste en permanecer en la misma ciudad que él tildó de “puta Babilonia que para completo escarnio se llama de los Buenos Aires”? Ofrece un pretexto: Martha va por siete meses de embarazo y no le permitirán tomar el avión. Como previene que el Gabo le advertirá que los militares lo tienen en la lista de los subversivos, argumenta, tozudo, que “Uno elige… Me quedaré hasta que pueda, y después Dios verá. Porque, aparte de escribir, y no muy bien que digamos, no sé hacer otra cosa”. Hasta se siente tentado a autocitarse: “La vida es un barco más o menos bonito. ¿De qué sirve sujetarlo? Lo mejor se nos gasta en seguridades. En puertos, abrigos, fuertes amarras”.
Pero decide dar un término parco a la misiva: “Abajo va mi dirección, por si sigo vivo”. Y mientras se convence de que “cada persona tiene destinado un paisaje y debe coincidir con él”; anota: “Número 1205, calle Fitz Roy, Villa Crespo”; y se pregunta si será esta su morada final, el refugio al término del Camino…
Ahora quiere imaginarse transfigurado en uno de sus personajes entrañables y escoge a Alfonso Domínguez, capitán del navío El Mañana, el que sentencia con saber de aventurero: “La vida es una entera travesía, se erraba desde el nacimiento, ese puertito de luces tan recogido, tan breve, suceso pequeño…”; y a seguidas le cuenta del instante bajo el sol de otoño cuando un tal Haroldo vio la luz primera, en un recodo del tiempo apto para suscitar cábalas: es mayo, el mes 5, en su día 25, del año 25 de la centuria 20. Coincidiendo, además, con la fecha de la Patria, en que la gente de Chacabuco prende sobre sus solapas izquierdas un distintivo de blanco y azul celeste.
Es jornada de fiesta para el pueblo de la provincia de Buenos Aires, cuyo hijo natural describirá, ya en su madurez, como “en todo semejante a otros, trazado en un papel y reproducido luego sobre la inmensa pampa argentina, esa de majestuosa tristeza”.
Haroldo, nacido de Pedro Conti y Petronila Lombardi. Del padre, tendero ambulante y agitador que fundó el partido peronista del pueblo, aprendió el pibe a amar el campo y la vida errante. La madre, asentada y devota, fue la que empujó al muchacho a internarse en el Colegio Don Bosco de Ramos Mejía para que cursara sus primeros estudios, y lo alentó luego a ingresar en el Seminario Metropolitano Conciliar de Villa Devoto. Allí, Conti descubre al artista interior, ilustrando Solidaridad, la revista del cura Hernán Benítez, y organizando puestas de teatro con títeres.
Iba por su segundo año, leyendo libros misionales, investido con sotana y todo, cuando sobreviene el desencanto y la rebelión. Hora de decir adiós al sacerdocio y regresar al pueblo. El alma vagabunda que dormitaba dentro de él, susurra: “Uno es historia. ¿Qué hay para adelante? Caminos…” Conti va a obedecer al llamado del Camino y serán abundantes desde entonces sus andares y laburos: maestro de escuela primaria, profesor de latín, estudiante de Filosofía y Letras, empleado de banco, camionero, piloto civil, navegante… Hechizado por las aguas del gran río y sus islas del Tigre; fabrica con sus propias manos un velero y lo nombra Alejandra, como la primogénita (de su primer casamiento, con Dora Campos, quien le aportará otro hijo, Marcelo).
Por aquella época lo habrá atrapado también “el arrebato del arte”: firma guiones de cine, crea la obra de teatro Examinado; escribe La causa, relato que es premiado en el concurso internacional de Time-Life. Su primera novela, Sudeste, gana el premio Fabril y va perfilando los rasgos por los que terminará siendo calificado como “el gran escritor argentino de agua dulce”, el que dio aliento literario a los supervivientes y los fantasmas del Paraná, un émulo de Horacio Quiroga y descendiente del norteamericano Mark Twain, quien hizo lo mismo con el Mississippi.
Detrás vendrán las novelas Alrededor de la jaula (Premio Universidad de Veracruz, México) y En vida (Premio Barral, España, en cuyo jurado estaban Mario Vargas Llosa y Gabriel García Márquez); y los libros de cuentos Todos los veranos (Premio Municipal de Buenos Aires) y Con otra gente.
Mas, el prestigio en alza del letrado no aparta de la realidad a un Conti que nunca se convertirá en el tipo de escritor amortajado en la biblioteca. Se embarca en el Atlantic y emprende varios viajes al Brasil; naufraga en uno de ellos, por la costa del Uruguay, y del Puerto La Paloma extrae las visiones de un mundo de trotamundos y marinos que verterá en su más importante novela: Mascaró, el cazador americano, y en los cuentos de La balada del álamo Carolina, ambos de 1975. En una entrevista deja claro que: “Yo soy escritor nada más que cuando escribo. El resto del tiempo me pierdo entre la gente. Entre la literatura y la vida, elijo la vida”.[2]
Un hálito especial capta en el aire al arribar a Cuba, en 1971, para intervenir de jurado en el Premio Casa de las Américas. Sobre su conmoción reflexiona que fue el “primer contacto a flor de piel con América. Y eso me bastó para hacer una novela distinta, jubilosa, abierta, donde los personajes no mueren”. Tal novela es Mascaró, surgida de bien adentro en un tramo de la existencia que le traerá renacimientos y definiciones: adviene una nueva compañía amorosa, Marta Scavac; repite su viaje a la isla caribeña como jurado en 1974, y al año siguiente el Premio Casa le toca para sí, gracias a Mascaró; se ahonda su compromiso político al paso por la revista Crisis, rodeado por los colegas Federico Vogelius, Eduardo Galeano, Juan Gelman…
¡Oh, “la leve vida del camino”! Pone término así el capitán Alfonso a su relato extraordinario, sin atreverse a forzar un cierre de “y fue feliz”, porque la admonición de una desgracia planea sobre el itinerario de Haroldo Conti. A solas consigo, ya despojado del disfraz de ficción, el hombre de verdad barrunta que su trayectoria por los años es igual a como ideó la historia de Arenales para su novela. “Es sucinta y cabría en una canción”, cuando él la anhela más dilatada: quiere asistir al alumbramiento de Ernestico; todavía añora subir a bordo del Mañana.
Incrusta una página en blanco en la máquina de escribir; busca alejar el desasosiego. Lo ha sentido muchas veces, que “uno escribe para curarse”, aunque al hacerlo se experimente “un gran dolor, un gran esfuerzo, inclusive físico”. Intenta aliviarse colocando la capa del Príncipe sobre la espalda de su fantasía y golpea las teclas, repitiendo de memoria las palabras con que el Patagón alecciona a Oreste: “El arte es la más intensa alegría que el hombre se proporciona a sí mismo”.
Pero hay un “sujeto de ayuno y vela”, cazador sombrío, Mascaró, guerrillero de atuendo negro, que se interpone, que tira de él… Toma una hoja nueva el apacible profesor de latín, y sobre ella imprime la frase que resume el arrojo de quienes optan por “oficio de peligro”. Deja al futuro que interprete como acto de última voluntad el que Haroldo Conti cuelgue el letrero justo frente a su escritorio. Quien sepa traducirlo, leerá: “Este es mi lugar de combate, y de aquí no me voy”.
En el campoEn la casaEn la cazaAhíHay Cadáveres[3]
“No hay historia ni pasado, sólo la noche…”
“Apenas entramos, unos diez hombres estrafalariamente vestidos con vinchas, gorras y ropas raras, se nos vino encima”, testimonia Marta los sucesos del 5 de mayo de 1976[4]. Le atan las manos a la espalda; le cubren con tela la cabeza. Con el único sentido aún soberano, alcanza a percibir que Haroldo está imponiendo su fortaleza. Sólo tras la advertencia: “Quédese quieto, por el bebito…”, los asaltantes logran reducir al esposo y pasarle cadenas.
La amenaza ha disparado los nervios de Marta, que se revuelve desesperada. Entre dos la lanzan al piso, le pegan patadas, le gritan que no se mueva. Con la cara contra el suelo, oye que revuelven los muebles, rompen objetos… “¡Esta no es casa de ricos, no tenemos dinero!”, exclama la prisionera, todavía creyendo que sus captores son delincuentes comunes. El muchacho de Córdoba solicita que no golpeen a la señora, y le responden aporreándolo; reclama en nombre de la Convención de Ginebra, y tornan a pegarle. Ella sigue sin entender: ¿por qué se menciona la Convención…? Mientras, empieza a distinguir dos voces predominantes. Hay una de mando, iracunda y brusca. Otra es más blanda, condescendiente, y trasluce cierto nivel cultural. El propietario de la segunda es quien la aparta del comedor y en el terreno del estudio le cuestiona: “¿Cómo una mujer de su clase se metió en esto?”.
Marta se anima a devolver una pregunta: “¿Y quiénes son ustedes?”. El hombre se exaspera: “Estamos en guerra, señora. O nosotros los matamos o ustedes nos matan a nosotros”. “¿Qué guerra?”, refuta ella, “no sé de ninguna guerra en este país… y nosotros no matamos a nadie”. Silencio cómo réplica, y a continuación el sonido de papeles que se destrozan. Será de nuevo presa de la angustia hasta que a su conciencia acuda un soplo en auxilio, es una expresión de Haroldo: “En toda persona reposa un ángel o un demonio. Busca al ángel”. Marta se suaviza: “Por favor, no rompa las cosas que están sobre el escritorio. Deje la hoja de la máquina de escribir…”
“El arte es una entera conspiración.”
El Bueno indaga que de dónde venían. “Del cine, confírmelo usted si quiere… El programa está en el abrigo”. Prosigue la encuesta: “Señora, ¿por qué viajó a Cuba con su marido?”. “Haroldo iba de jurado para un premio de novela y yo lo acompañé”. “Pero usted también colaboró en ese libro… Mascaró”: el tono es ahora más agresivo. “Soy taquígrafa… Y sí, ayudé a mi esposo a pasar los borradores. ¿Qué tiene esa novela?”. “¡Usted sabe bien que es subversiva!”, grita el que ya no suena como Ángel.
A la par que atiende a su interrogador, Marta intenta filtrar el discurso del otro esbirro. El Demonio la ha emprendido con el esposo: “Don Haroldo, ¿por qué se metió en esto? Lo va a pagar caro”. Ella apela al Bueno: “¿Qué está pasando con mi marido?”. El tipo no se da por aludido y sigue estrellando los libros en el piso. Con el estruendo, la mujer pierde el hilo de lo que está aconteciendo en la habitación contigua. Rememora un episodio de la novela y lo lee como una premonición, un calco adelantado de la realidad:
—¿Es usted Príncipe?—Sí.—¿Es usted artista?—¡Aaaay!...A Oreste lo están moliendo a palos.—¿Es usted artista?—¡Sí!—¿De qué clase?—Versátil. ¡Aaaay!...Están pinchándolo con púas…—¿Es usted tiesto?—Sí, sí.—Diga sí una sola vez.— Sí.—¿Es usted hijo de puta?—¡Aaaay!...Le pegan alambres con corriente.—Conteste con claridad. ¿Es usted hijo de puta?—Sí, sí.[5]
“¿Y este quién es?”. Al que ahora su oído ubica delante de ella es el Malo, que está indagando sobre el invitado; y la pregunta hace a Marta precipitarse desde el sueño de terror hacia el abismo de la vida real: “Él está de paso en la capital… Es decorador, vino a comprar unos arreglos de escenografía para el teatro de Córdoba”. “Mentira, es un guerrillero”, desmiente el Demonio, “¡¿Qué está haciendo en tu casa?!”.
El nene arranca a llorar y la madre suplica: “¡Déjenme ir con mi hijo!”. Haroldo truena: “¡Dejen que mi mujer le dé la mamadera!”. “¿Cómo se prepara?”, interviene el Ángel, que recibe las indicaciones de Marta y le asegura que atenderá a Ernestico. Discrimina un timbre desconocido, el de alguien que está mirando una foto y se burla: “Qué pijos los dos, la mamá y el pibe… ¿Pero cómo es que vos se metió en esto?”. Ella trata de defenderse: “No estoy metida en nada, nuestra vida es normal, no tenemos nada que ocultar”.
La dejan sola, resuena el estrépito cercano: desbaratan jarrones, cargan los muebles… “¿Serán ladrones?”, le regresa esta duda, que casi parece una esperanza. El Bueno retorna para averiguar sobre la temperatura de la leche; la madre insiste en estar junto a su hijo. “No, usted quieta, yo me hago cargo”. Ella presiente que ese hombre es padre, o está por serlo. Ya no grita el niño; voz de Ángel le anuncia que comió. Pero a Marta todavía le preocupa no saber de su hija: “¿Y Miriam… cómo es que no se ha despertado con tanto ruido?” “Está bien”, la aplaca el Amable; y entonces irrumpe el Bruto con un anuncio de espanto: “¡Nos llevamos a su marido, que tenemos unas cuantas preguntas que hacerle!”
“¡¡No!!”, proyecta la esposa su grito hacia la negrura de donde salieron las palabras del Diablo. “¿Por qué? ¡Pregúntenle aquí en casa!”. Esto descontrola a la Bestia, que la insulta, empuja, amenaza. El Querubín salva la situación: hala al otro; discuten por lo bajo, parece que negociaran un acuerdo. Marta, que sigue tumbada en el piso, amarrada y con la cabeza cubierta, aguza los tímpanos para sacar algo en claro... Es el Malo quien le habla: “Hemos decidido llevarnos a Haroldo y vos te quedás piola. Pero no intentés escapar porque dejamos un coche en la puerta y en cuanto asomés la cabeza te limpiamos”.
Toca a la esposa rebajarse, implorar; y por nada, porque nadie le presta atención…“¡Déjenme despedirme de mi marido!”: es el reclamo postrero de la impotencia. Se presta el Bueno para un último favor y la toma del brazo, conduciéndola a tropezones por su oscuridad. El aire se envenena otra vez con la burla odiosa de un secuestrador: “¿Vas a bailar el vals con la señora que está tan elegante?”.
Cuando el sicario clemente se detiene, ella discierne que llegaron al umbral del dormitorio y llama: “¡Haroldo, acércate… que no te puedo ver… Haroldo!”. Pronuncia su nombre la voz amada; y Marta se agita ante la proximidad, sin poder tocarlo, ni mirarlo… El esposo se expresa como quien ansía minimizar un terremoto: “No te preocupes por mí, cuidate vos y el nene… Yo estoy bien querida”.
Impacta en Marta el viento tibio de una respiración conocida, la caricia de unos labios en su barbilla, único trozo de piel desnudo en la cara encapuchada. Pero al mismo tiempo que inunda a la mujer el goce del contacto, la más cruenta de las certezas comienza a quebrantarle el corazón. Ha recordado historias de otros, avisos velados, rumores… Van a llevarse a Haroldo con el rostro descubierto. Significa que han marcado la cruz de ceniza en su frente.
Bajo las matasEn los pajonalesSobre los puentesEn los canalesHay Cadáveres
Reportes del tiempo después: “por estos lados los muertos están más vivos…”
En ciertos lugares y etapas suelen multiplicarse los que nada ven, nada oyen, nada dicen. El monosabio Ministerio de Educación de la República de Argentina estuvo contabilizando las ausencias del profesor de latín hasta mediados de 1979, en que envió al Liceo Nacional Nº 7 de Buenos Aires la notificación de que desempleaba a Haroldo Conti por “abandono de tareas”.
Apenas dos semanas después de la desaparición del escritor, el general Jorge Videla había invitado a un almuerzo en la casa presidencial a cuatro personalidades de las letras, en un gesto evidente de maquillar la deplorable imagen del régimen. A la comunidad intelectual le pareció esta la oportunidad ideal para poner sobre la mesa el asunto Conti. Entre los procurados había dos de los más grandes: Jorge Luis Borges y Ernesto Sábato. Además estaba el presidente de la Sociedad Argentina de Escritores, Alberto Ratti; y el padre Leonardo Castellani.
A los cuatro se les solicitó intervenir a favor del colega. Las piezas mayores, sin embargo, se limitaron a confraternizar con el tirano. Ratti sí cumplió e incluso extendió a Videla una lista con otros o­nce literatos secuestrados. Sorprendió el octogenario representante de la Iglesia Católica, aliada de los militares, al pedirle al general que le dejara visitar a su ex alumno de Villa Devoto. Más tarde, ya en vísperas de su fallecimiento, el sacerdote confesó haberlo visto en una celda de la policía capitalina, el 8 de julio de 1976, con grado tal de deterioro físico por culpa de los maltratos recibidos, que se frustró la posibilidad del diálogo.
Las quejas de la esposa del escritor no habían sido atendidas: el Poder Judicial rechazó todos sus recursos legales y la prensa se excusó con que no tenía autorización del Gobierno para informar sobre el caso. Marta Conti debió asilarse en la Embajada de Cuba y esperar un salvoconducto para huir del país. Hasta fines de 1982 no recibió la confirmación de que el ataque fue preparado por el Batallón 601 de Inteligencia del Ejército Argentino. Supo de un compañero de presidio que afirmó ser testigo de la estancia de Haroldo en el cautiverio de la Brigada Goemez. Sobre la suerte definitiva y el sitio adonde fueron a parar sus restos, sí que no recibirá noticias.
Más de treinta años hubo de esperar la esposa para ver enteramente levantada la lápida del olvido. El 5 de mayo es proclamado como Día del Escritor Bonaerense; y participa con sus hijos el 7 de mayo de 2008 en un homenaje al autor de Mascaró en la Biblioteca Nacional. El 31 de mayo, con la inauguración del Centro Cultural Haroldo Conti en el edificio que ocupara el centro de detención clandestina de la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA), por fin adviene el desquite, la redención completa y el más extenso reconocimiento público.
Pero “el dolor por las ausencias” se ha alojado muy adentro de ella y le pega fuerte muchas veces. Entonces se abaten tapias sobre sus ventanas al mundo y regresa al desamparo de la oscuridad y los horrores de una noche insondable…
“cada cual tiene su misión sobre esta tierra”
“Siento que bruscamente nos apartan. Todo sucede rápidamente”: continúa Marta Conti el recuento de la madrugada interminable. Un agente la aprisiona de boca contra la cama y le clava en la nuca el cañón del revólver. "No te muevas, no te muevas, no te muevas", le repite. Escucha motores de automóviles listos para la marcha; desde la puerta alguien apura al sujeto que la custodia. El peso en la espalda desaparece; ruge el portazo y susurra la llave clausurando la casa. Dejan a la mujer atada y ciega en medio del vacío siniestro. Ella se incorpora y, sin saber cómo, se libera el rostro y las manos. Con las piernas cimbrando y la cabeza mareada, se precipita al cuarto de los hijos.
Ernestico y Miriam impresionan dormidos. Pero la chica no responde a gritos ni sacudones; un olor en el aire disipa el temor de la madre: sólo está anestesiada con éter. El jaleo despierta los berridos del nene y espabila a la niña. Marta la desprende de la almohada; se abrazan, lloran juntas. La mujer pone al tanto a la hija, con un relato escueto, de apuro, y le demanda colaboración para escapar. Extrae al bebé de la cuna y lo abriga; lo mismo hace con Miriam. Al atravesar la casa sortean adornos rotos, libros, ropas; observan los estragos en la cocina: se despacharon el café y las milanesas; arrancaron el teléfono… Marta sienta a los chicos sobre un sillón increíblemente ileso y atisba afuera por una ventana alta.
Lo del coche que vigila era un engaño. Salta la madre a la vereda, agarra al bebé que la hija le alcanza y luego sostiene a la niña para ayudarle a salir. Está amaneciendo ya, con el clásico gris de mayo. Caminan para alejarse del desastre, omitiendo la lluvia y el frío, sin fe de rumbos. Marta sólo percibe la tristeza que se le cuela por todo el cuerpo, como el polvo del desierto o el aluvión de un río desbordado. En su conciencia ofuscada repica la voz estentórea de Haroldo, o la del Príncipe: “La vida del hombre sobre la tierra es una milicia”, y de esa alucinación extrae el antídoto contra la debilidad.
Trae milagros el coraje: las luces de un taxi disipan la neblina del chaparrón. Marta lo ataja y pide al chofer que la conduzca a casa de sus padres; pero antes se cree en el deber de aclararle que no tiene para pagar y arranca a narrarle su desgracia. El hombre la interrumpe: “Señora, yo trabajo de noche y todos los días veo casos como el suyo, la llevo donde sea”; y tapa el contador del taxi. Hacen la carrera a toda velocidad, sin intercambiar palabra alguna. Marta nunca conocerá el nombre del benefactor; tampoco olvidará jamás su solidaridad.
Ella tuvo el largo del trayecto para repasar las últimas imágenes del hogar devastado en el naufragio del secuestro. Hay una, ¿visión de ensueño o chispa veraz en el recuerdo?, que por un segundo sin peso, le libera la sonrisa: A la deriva, reflotando entre un mar de despojos, avizora intacto el manojo de cuartillas del cuento de Haroldo. Incólume también, como barca insignia de un destino cumplido, ve la máquina de escribir; y sobre el cilindro, aferrada, la página final.
Notas:
1. Gabriel García Márquez escribe que el cuento se llamaba “A la diestra” en su crónica “La última y mala noticia sobre Haroldo Conti”, dada a conocer en 1981 y reproducida el 6 de Abril del 2006 en La Ventana, Portal informativo de la Casa de las Américas (http://laventana.casa.cult.cu). Como titulado “A la deriva” aparece en “Haroldo Conti: Contar como cantarle al río, a la tierra, al cielo”, de Rosana Gutiérrez, publicado en Babab, No. 9, Julio de 2001 (www.babab.com).
2. Declaraciones de Haroldo Conti para la revista Confirmado, Buenos Aires, 1971.
3. Las dos estrofas de versos que se injertaron en el texto pertenecen a “Cadáveres”, de Néstor Perlongher (Avellaneda, Argentina, 1949- ), incluido en su libro Alambres (Ediciones Último Reino, 1987) y considerado el poema “más amplio y contundente que se haya escrito nunca sobre los desaparecidos”. Fuente: Isla Negra, No. 4/144, de agosto de 2008 (http://isla_negra.zoomblog.com).
4. “La noche del secuestro”, testimonio íntegro de Marta Scavac, esposa de Haroldo Conti, publicado originalmente en la revista Crisis, No. 41, abril de 1986. (Revisado en www.literatura.org).
5. Aquí aparece compactado el episodio del interrogatorio y tortura del personaje Oreste, que ocupa las páginas 332, 333 y 334 de Mascaró, el cazador americano, Editorial Casa de las Américas, La Habana, 2006. Las otras citas de la novela que están dispersas por el texto también fueron tomadas de esa reedición. La primera publicación del libro por la misma editorial fue en 1975; de ese año es igualmente la edición de Editorial Emece, Argentina.
Fuentes auxiliares:
—Eduardo Anguita, “Haroldo Conti: un homenaje merecido” (Revisado en www.mediosydictadura.org.ar).
—Ernesto Bottini, “Escritor de agua dulce”, Escuela de Letras, julio de 2008 (www.escueladeletras.com).
—David Viñas, “Haroldo”, Página/12, 4 de mayo de 2006, Argentina.
—Juan Sasturain, “Algo había hecho”, Página/12, 12 de mayo de 2008, Argentina.
—Mario Benedetti, "Haroldo Conti, un militante de la vida", El recurso del supremo patriarca, México, 1979.
—Marta Conti, “Ni olvido ni perdón: justicia”, especial para ANC-UTPBA, Buenos Aires, 4 de mayo de 2006 (Revisado en www.elortiba.org).
—Néstor Restivo-Camilo Sánchez, Haroldo Conti, biografía de un cazador, Editorial TEA, Argentina, 1999.
—Roberto Baschetti, “Desaparición de Haroldo Conti. Legajo Nº 77” (www.desaparecidos.org).
—Sylvia Saítta y Luis Alberto Romero, “Haroldo Conti entrevistado por Heber Cardoso y Guillermo Boido (1975)”, Página/12, 18 de enero de 2006, Argentina.
—“¿Cómo Haroldo Conti vino a resultar un escritor?”, entrevista ofrecida a La Opinión, 15 de junio de 1975. (Revisado en www.elortiba.org).
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