martes, 30 de junio de 2009

LA QUE ESPERA de Abelardo Castillo


LA vida, mi querido Castillo, la vida es algo más que cadenas de ácido desoxirribonucleico, enzimas y combinaciones de moléculas. La vida es un misterio, decía en voz baja el doctor Cardona, con esa rara entonación de secreto que le daba a cualquier tontería un matiz de revelación de ultratumba, de modo que ahora empieza una especie de cuento fantástico, pensé al oírlo. Lo que llamamos enfermedad, decía, lo que llamamos locura, son estrategias del cuerpo y de la mente para sobrevivir, para que se cumpla el único designio de la vida, que es continuar viviendo. Oímos que un hombre tose o estornuda y pensamos que está enfermo, cuando lo que en realidad sucede es que su cuerpo está defendiéndose de la enfermedad y, por consiguiente, de la muerte. Con la locura pasa exactamente lo mismo. Vea, si no, este caso. Usted los conoció a los dos, me refiero a los protagonistas. Vivían precisamente allí, en ese viejo caserón de la esquina, el del mirador. Los hermanos Lanari, exacto. Cuando usted se fue de este pueblo ellos ya eran bastante mayores, andarían por los cuarenta años. Ella, Asumpta, era una mujer alta y delgada, usaba el pelo recogido, como las bailarinas. En su juventud había sido muy hermosa, y aunque usted debió de ser un chico en ese tiempo, no puede haberla olvidado. ¿No la tiene muy presente? Entonces no la vio nunca. Vivían los dos solos en esa casa. Quedaron huérfanos en la adolescencia, o un poco después, y ninguno de los dos se casó. Y no por falta de oportunidades, por lo menos no en el caso de ella. Lo sé porque yo fui, durante años, una de esas oportunidades. Es curioso, Castillo. La cercanía física entre hermanos de distinto sexo, cuando se prolonga demasiado en el tiempo, suele producir relaciones equívocas. ¿Qué quiere decir equívocas? Quiere decir relaciones que terminan pareciéndose al matrimonio. Más que al matrimonio al amor. Usted habrá visto que los matrimonios largos y bien avenidos transforman la pasión del amor en una especie de hermandad incestuosa. Con los hermanos pasa al revés. Con esto no quiero sugerir que entre los Lanari hubiera nada anormal, no al menos en ese sentido, aunque Dios sabe que la gente de nuestro pueblo ha hecho ciertos comentarios desagradables al respecto. ¿Por qué? No sé por qué. Supongo que porque ella, Asumpta, era una mujer demasiado hermosa: demasiado mujer, para decirlo de alguna manera. Será un prejuicio, pero uno no se resigna a aceptar que cierto tipo de mujeres pueda prescindir de un hombre, me refiero a un hombre real, no a un hermano. Y no estoy nada seguro de que sea un prejuicio. Hay algo un poco monstruoso en una mujer sola, si es hermosa: algo que no es del todo moral. No ponga esa cara, hombre, siempre imaginé que los literatos eran capaces de comprender cualquier idea. No digo compartir o aceptar, digo comprender. El caso es que ella no se casó nunca y que vivió para él. ¿Cómo era él? Nada del otro mundo. Un sujeto bastante intrascendente. Más bien bajo, sí. Exactamente, con una ceja un poco levantada, a causa de un accidente. Usted sí que es un tipo inesperado, mi amigo: resulta que se acuerda del hermano y no de ella. No tenían demasiados amigos, ni siquiera se puede decir que tuvieran amistades en el sentido social de la palabra. Creo que yo fui una de las personas que más los trató, y eso por mi condición de médico. El era un poco hipocondríaco, pero tenía eso que se llama una salud de hierro. Ella era demasiado delicada, demasiado frágil. Siempre me hizo pensar en un objeto de cristal muy fino. Cuando él tuvo el accidente yo supe de inmediato que algo se había quebrado en la estructura íntima de ese cristal. No, no me refiero al accidente de la ceja, me refiero al del avión. La avioneta, porque fue en una avioneta. El debió viajar a Corrientes, no recuerdo por qué asunto. Me parece que se trataba de una sucesión, algo referido a unos campos que habían sido del padre, no sé bien. El hecho es que hubo una tormenta, la avioneta se perdió en los esteros del Iberá, y lo dieron por muerto.

La historia, en realidad, empieza acá. Venga, sentémonos en ese banco. Me gusta contemplar el río de noche, lo que nos va quedando del río. ¿Se acuerda de lo que era este río cuando usted era chico? Véalo ahora, puro barro y camalotes. Toda esa franja que se ve allá son islotes nuevos, pronto van a ser islas. Cualquier día de éstos vamos a cruzar a la otra costa caminando. Qué le pasó a quién. ¿Al río? ¿Tampoco sabe qué le pasó a nuestro río? Después se lo cuento, ahora siéntese. La avioneta, lo que quedaba de la avioneta, fue localizada unos meses más tarde. El cuerpo no. Pero a nadie le quedó ninguna duda de que él había muerto. Bueno, cuando pasan tres años y un cuerpo no aparece, y de lo que fue un avión sólo se recupera un ala y un pedazo de motor en la copa de un árbol, en los pantanos, uno puede suponer que el piloto ha muerto. Sí, el piloto era él, un buen piloto, si me atengo a lo que oí. Lo raro es que aprendió a volar porque les tenía terror a los aviones; sólo se sentía seguro si manejaba él mismo. No sólo era hipocondríaco, era un poco maniático, más o menos como toda la familia, si quiere que le sea franco. Eso es lo que tal vez explica la ausencia de tres años. Salvo que hubiera perdido la memoria a causa del accidente, cosa en la que no creo. Esas largas amnesias de las películas norteamericanas no ocurren nunca en la vida real, y además yo conversé con él una o dos veces cuando volvió y nunca mencionó nada parecido a una pérdida de memoria. Claro que no había muerto, ¿si no, cómo iba a volver? Se lo dio por muerto, todos creyeron que había muerto. Menos ella, exacto. El va a volver, decía. No sólo decía eso, sino que, durante tres años, hizo exactamente las mismas cosas que había hecho mientras vivieron juntos. ¿Qué cosas? Preparar la mesa para los dos, arreglar el cuarto de su hermano, tener lista su ropa, mantener encendida la estufa a leña de su escritorio, en el invierno. Todo, sí, todo exactamente igual durante tres años. Pero por supuesto que no, ninguna razón: ella no tenía ninguna razón lógica para creer que el hermano podía estar vivo. El no se comunicó nunca con ella, ni por carta ni por teléfono ni de ninguna otra forma. Todo esto lo sé porque en esos tres años nunca dejé de visitar la casa, como sé lo que acabo de decirle sobre la ceremonia diaria de arreglar ella su cuarto o poner dos cubiertos en la mesa. Yo era tal vez uno de los pocos que lo sabía, por lo menos al principio, porque con el correr del tiempo todo llega a saberse en un pueblo como el nuestro. Siempre he pensado que los pueblos son de vidrio, las paredes de las casas, quiero decir. Todo se ve a través de ellas. Todo el mundo sabe todo de todos, y lo que no se sabe se imagina o se inventa. De ahí la historia de que ella estaba loca, cuando lo que en realidad sucedía es que venía defendiéndose de la locura desde el mismo día del accidente. Yo hablé con ella, muchas veces. Era una mujer perfectamente normal, y, si no lo era, es sencillamente porque ninguno de nosotros es perfectamente normal, ni usted ni yo ni esa parejita que se está besando en la baranda de la barranca. La normalidad es como el frío, no existe. El frío es un poco más o un poco menos de calor, y la normalidad es un poco más o un poco menos de locura. Ella actuaba de la misma manera en que había actuado desde los veinte años: dependiendo de su hermano, sirviéndolo, viviendo para él. Sí, ya sé. Usted está pensando que cada vez que me refiero a ese hombre lo hago con cierta amargura, usted está pensando que ni siquiera lo nombro, usted está pensando que yo estaba enamorado de ella.

Mi querido señor, no suponga que ha hecho un descubrimiento psicológico mayúsculo. Claro que yo estaba enamorado de ella, y claro que él no me caía demasiado bien, pero ésta no es la historia de mis emociones, como diría un colega suyo. Es la historia de un asesinato.

Veo que por fin reacciona. Percibo que ha dado un pequeño brinco en la oscuridad. Gustavo, se llamaba él. En cuanto a la palabra que lo sobresaltó tal vez sea exacta en el sentido jurídico, pero, en un sentido médico, no describe en absoluto los hechos.

Fue un acto de legítima defensa, por decirlo así. Venga, caminemos hasta la explanada del Hotel de Turismo, ya sé que es un adefesio pero desde ahí arriba el río parece un poco más real, más antiguo. De modo que quiere saber quién fue el muerto, quién mató a quién. Sería interesante que ahora yo le dijera que asesiné al hermano de Asumpta, por celos, cuando él volvió de su viaje misterioso de tres años. Usted pertenece a ese género de personas, usted, permítame que se lo diga, es un poeta romántico que se equivocó de siglo. Lo siento, pero no fue así. Le doy tiempo para que adivine hasta que lleguemos arriba.

No adivinó. O mejor, sí adivinó, pero no tiene ni la más remota idea de las razones que ella tuvo para hacerlo. Sentémonos otra vez. Qué me dice de esa luna. Qué me dice de oír las campanadas de la iglesia y mirar el río, en verano, a la luz de la luna. ¿Sabe que una vez, una sola vez en mi vida, yo pude hacer esto con ella? No me pregunte cómo, pero la convencí de que me acompañara a caminar por la barranca y la traje acá. Creo que esa noche, si me hubiera atrevido... Le voy a dar un consejo, Castillo. Tengo unos cuantos años y sé de lo que hablo. Si le gusta una mujer y no está absolutamente seguro de lo que ella siente por usted, nunca pierda el tiempo en decírselo ni mucho menos en pensar cómo decírselo. Aproveche la primera oportunidad favorable que se le presente y tómela de la mano o bésela, acósela, como se dice ahora. Lo peor que puede pasarle es que ella salga corriendo, que es lo mismo que le va a pasar si le da tiempo a pensarlo. Si esa noche yo la hubiera tomado de la mano, en vez de hablar, tal vez no habría sucedido nada de lo que le estoy contando, Asumpta no estaría donde está y él no habría muerto. Ella lo enterró en el jardín de la casa. Desde acá se ve el lugar, dése vuelta. ¿Ve el paredón donde asoma la magnolia? Bueno, entre la magnolia y la galería. Fue muy poco tiempo después de su regreso. Nadie se dio cuenta de nada hasta que pasaron dos o tres meses. Creo que algunos ni se enteraron de que él había vuelto. Más tarde se descubrió todo, por supuesto, ya le dije que en los pueblos como el nuestro las paredes son transparentes. Pero yo lo supe casi de inmediato, del mismo modo que supe los motivos. Muchos imaginaron que esos hermanos eran algo más que hermanos y que ella lo mató para vengarse de algo que él había hecho durante esos años de ausencia. Qué estupidez. Asumpta, durante esos tres años, vivió esperando que él regresara. No era tanto el querer que volviera como la ceremonia de esperarlo, ¿se da cuenta? La razón de su vida, su cordura, dependían de los ritos inocentes de esa espera. Por eso preparaba todos los días su cuarto, encendía la estufa del escritorio, arreglaba su ropa. Cuando él regresó, ella no dio ninguna muestra de alegría; sí, yo también lo pensé al principio, era como si siempre hubiera sabido que él volvería. Pero sobre todo era que no podía alegrarse: la presencia del hermano rompía por última vez el precario equilibrio de su cordura. La primera vez fue su desaparición; la segunda, su regreso. Ella ya no lo soportó. Durante tres años, piense bien en esto, durante más de mil días y mil noches, ella protegió su razón con esa espera. Lo mató para no enloquecer, para seguir esperando. Después volvió a preparar su cuarto, puso todos los días dos cubiertos en la mesa, siguió cambiando con amor las sábanas de su cama. Y si nadie se hubiera enterado de lo que pasó, aún hoy lo seguiría haciendo. Ella todavía vive, naturalmente. ¿Dónde está? Por favor, Castillo, ¿dónde quiere que esté?

Desde acá el río se ve mejor, ya se lo dije; pero sólo porque es de noche. Uno de esos locos que andan sueltos cavó una zanja en una de las islas para hacer un embarcadero, creo que con la intención de construir un hotel como éste. No contó con que el río tiene sus leyes. Las correntadas abrieron un canal, arrasaron la isla, y ahora el río deposita la tierra y el limo de este lado, dijo en voz baja el doctor Cardona.


BIOGRAFÍA:


El 27 de marzo de 1935 nació en Buenos Aires el escritor argentino que vivió en la ciudad costera bonaerense de San Pedro hasta los diecisiete años.
En 1959, el mismo año en que gana el concurso de la revista “Vea y Lea” con su cuento “Volvedor”, el autor funda junto a Arnoldo Liberman, Humberto Constantini, Víctor García Robles y Oscar Castello la revista literaria “El Grillo de Papel”, una publicación que sería prohibida en 1960 por el gobierno de
Arturo Frondizi.
Lejos de limitar su actividad literaria por este suceso, Abelardo Castillo apuesta en 1961 a una nueva revista y es así como dirige y funda junto a
Liliana Heker “El Escarabajo de Oro”. Por ese entonces, el argentino fue galardonado con el Premio Casa de las Américas de Cuba por “Las otras puertas”, libro por el cual también recibiría al año siguiente la Faja de Honor de la Sociedad Argentina de Escritores (SADE).

Su primera obra de teatro, El otro Judas (1959), reitera el problema de la culpa que asume el traidor del Nazareno, tal vez como un secreto instrumento de Dios, quizá desde el acto existencial de la responsabilidad de un hombre por todos los hombres. Culpa y castigo que son tema de numerosos cuentos de este narrador, un hilo conductor por los arrabales, las casas, los boliches, los cuarteles, las calles de la ciudad o de pequeños pueblos de provincia, donde sus personajes llegan, por lo general, a situaciones límite. No son pocas las veces que parecen concurrir a una cita para dirimir un pleito con su propio destino. La fatalidad de los sucesos hace recordar a Borges, una de sus devociones, de quien toma a veces cierta entonación criolla y distante. En otros cuentos, largos períodos apenas puntuados por la coma, aluden a la violencia, al vértigo de las imágenes, al vivir en tensión de sus criaturas. Algunos relatos incursionan en el delirio y lo fantástico y son secretos homenajes a Poe, a quien Abelardo Castillo transformó en personaje teatral en Israfel, obra premiada por un jurado internacional y que tuviera aquí un largo éxito.
El Primer Premio Internacional de Autores Dramáticos Latinoamericanos Contemporáneos del Institute International du Theatre, el Primer Premio del Festival de Teatro de Nancy, el Primer Premio y el Gran Premio de los Festivales Mundiales de Teatro Universitario de Varsovia y Cracovia celebrados en 1965, el Premio Konex Diploma al Mérito 1984, el Primer Premio Municipal de Literatura, el Premio Nacional Esteban Echeverría, el Premio Konex de Platino, el Premio de Honor de la Provincia de Buenos Aires y el Premio a la Trayectoria concedido por la Asociación de Libreros Argentinos son otros de los numerosos reconocimientos obtenidos por Abelardo Castillo a lo largo de su carrera.
En relación a sus trabajos literarios, cabe destacar que el escritor argentino, además de los títulos ya mencionados, es autor de obras como, “Cuentos crueles”, “Casa de ceniza”, “Los mundos reales”, “Las panteras y el templo”, “El cruce del Aqueronte”, “El que tiene sed”, “Las palabras y los días”, “Crónica de un iniciado”, “Las maquinarias de la noche” y “El Evangelio según Van Hutten”, entre otras.


Fuente: Literatura argentina contemporánea. Poemas del alma.

Melan.

lunes, 29 de junio de 2009

EL ANATOMISTA. PRIMERA PARTE de Federico Andahazi


PRÓLOGO
LA PRIMAVERA DE LA MIRADA


"¡0h, mi América, mi dulce tierra hallada!", escribe Mateo Realdo Colombo (o Mateo Renaldo Colón, según consigna la rúbrica hispanizada) en su De re anatomica1. No es esta una prorrupción presuntuosa a guisa de ¡Eureka!, sino un lamento, una amarga parodia de sus propios avatares y de su infortunio, proyectada sobre la figura de su tocayo genovés, Cristóphoro. Un mismo apellido y, acaso, un mismo destino. No los une parentesco y la muerte de uno sucede apenas a doce años del nacimiento del otro. La "América" de Mateo es menos remota e infinitamente más breve que la de Cristóbal; de hecho, no excede en mucho las dimensiones de la cabeza de un clavo. Sin embargo, debió permanecer silenciada hasta la muerte de su descubridor y, pese a la insignificancia de su tamaño, no provocó menos revuelos.

Es el Renacimiento. El verbo es Descubrir: Es el ocaso de la pura especulación a priori y de los abusos del silogismo, en favor de la empiria de la mirada. Es, exactamente, la primavera de la mirada. Quizá Francis Bacon en Inglaterra y Campanella en Italia repararon en el hecho de que mientras los escolásticos derivaban en los repetidos laberintos del silogismo, el bruto de Rodrigo de Triana, a la misma hora, gritaba "¡Tierra!" y, sin saberlo, precipitaba la nueva filosofía de la mirada. La escolástica —la Iglesia finalmente lo comprendió— no era demasiado rentable o, al menos, representaba menos utilidades que la venta de indulgencias desde que Dios decidió pedir dinero a los pecadores. La nueva ciencia es buena siempre que sirva para acercar oro. Es buena siempre que no exceda la verdad de las Escrituras y es mejor aún si se trata de la escritura de bienes. Conforme el sol empezaba a detener su marcha alrededor de la Tierra –cosa que no ocurrió desde luego de un día para otro–, del mismo modo la geometría se rebelaba a la llanura del papel para colonizar el espacio tridimensional de la topología. Es este el mayor logro de la pintura renacentista: si la naturaleza está escrita en caracteres matemáticos –así lo anuncia Galileo–, la pintura habrá de ser la fuente de la nueva noción de la naturaleza. Los frescos del Vaticano son una epopeya matemática, tal como lo testimonia el abismo conceptual que separa la Natividad de Lorenzo de Mónaco de El triunfo de la cruz, que cubren el ábside de la Capella della Pietá. Por otra parte, pero por causas semejantes, no hay cartografía que quede en pie. Cambian los mapas del cielo, los de la Tierra, los de los cuerpos. Allí están los mapas anatómicos que son las nuevas cartas de navegación de la cirugía... Y entonces volvemos a nuestro Mateo Colón. Alentado quizá por la homonimia con el almirante genovés, Mateo Colón decidió que también su destino era descubrir. Y se hizo a sus mares. Ciertamente, no eran las suyas las mismas aguas que las de su tocayo. Fue el más grande explorador anatómico de Italia y entre sus descubrimientos más modestos se cuenta, nada menos, el de la circulación de la sangre, anticipándose a la demostración del inglés Harvey (De motus cordes et sanguinis), aunque incluso este descubrimiento es menor respecto de su "América".

Lo cierto es que Mateo Colón no pudo ver nunca su hallazgo publicado, hecho este que ocurrió el mismo año de su muerte en 1559. Con los Doctores de la Iglesia había que ser cuidadoso; sobran los ejemplos: tres años antes, Lucio Vanini se "hizo" quemar por la Inquisición a despecho, o quizás a causa, de su declaración acerca de que no diría su opinión sobre la inmortalidad del alma hasta que fuera "viejo, rico y alemán" 2. Y ciertamente el descubrimiento de Mateo Colón era más peligroso que la opinión de Lucio Vanini. Sin contar con la aversión que nuestro anatomista sentía por el fuego y por el olor de la carne quemada, más aún si se trataba de la suya.
(1) De re anatomica,Venecia 1559, lib. Xl, cap. XVI.(2) A. Weber: Historia de filosofía europea


EL SIGLO DE LAS MUJERES


El XVI fue el siglo de las mujeres. La semilla que cien años antes sembrara Christine de Pisan florecía en toda Europa con el dulce perfume de El dictado de los verdaderos amantes. No es en absoluto casual que el descubrimiento de Mateo Colón haya tenido lugar en el tiempo y en el sitio en que aconteció. Hasta el siglo XVI, la Historia estaba narrada por la grave voz masculina. “Allí donde se mire, allí está ella con su infinita presencia: del siglo XVI al XVIII, en la escena doméstica, económica, intelectual, pública, conflictual e incluso lúdica de la sociedad, encontramos a la mujer. Por lo común, requerida por sus tareas cotidianas. Pero presente también en los acontecimientos que constituyen, transforman o desgarran la sociedad. De arriba abajo de la escala social, ocupa el conjunto de los espacios y de su presencia hablan constantemente quienes la miran, a menudo para asustarse", declaran Natalie Zemón y Arlette Farge en Historia de las mujeres3. El descubrimiento de Mateo Colón irrumpe, precisamente, cuando los ámbitos de las mujeres —siempre de puertas adentro— comienzan, de a poco y sutilmente, a salir extramuros desde los beatarios y los monasterios, desde los prostíbulos o desde la cálida pero no menos monástica dulzura del hogar. La mujer, tímidamente, se atreve a discutir con el hombre. Con cierta exageración, se ha llegado a decir que en el siglo XVI se libra la "batalla de los sexos". Cierto o no, el asunto de las incumbencias de las mujeres se instala como tema de discusión entre los hombres.

Bajo estas circunstancias, ¿qué era la "América" de Mateo Colón? Ciertamente el límite entre descubrimiento e invención es mucho más difuso de lo que pudiera parecer a simple vista. Mateo Colon —es hora de decirlo— descubrió aquello con lo que, alguna vez, todo hombre soñó: la mágica llave que abre el corazón de las mujeres, el secreto que gobierna la misteriosa voluntad del amor femenino. Aquello que, desde el comienzo de la Historia buscaron brujos y hechiceras, chamanes y alquimistas —mediante la infusión de toda clase de hierbas o el favor de dioses o demonios— , en fin, aquello que siempre anheló todo hombre enamorado, herido por el desamor del objeto de sus desvelos y su desdicha. Y, por cierto, aquello con lo que soñaron monarcas y gobernantes, por la sola ambición de omnipotencia: el instrumento que sojuzgara la volátil voluntad femenina. Mateo Colón buscó, peregrinó y, finalmente, halló su "dulce tierra" anhelada: "el órgano que gobierna el amor en las mujeres". El Amor Veneris —tal el nombre con que el anatomista lo bautizara, "si me es permisible poner nombre a las cosas por mi descubiertas"— constituía un verdadero instrumento de potestad sobre el escurridizo –y siempre oscuro– albedrío femenino. Por cierto, semejante hallazgo presentaba más de una arista: "¿A qué calamidades no se vería confrontada la cristiandad si del femenino objeto del pecado se apoderaran las huestes del demonio?", se preguntaban, escandalizados, los Doctores de la Iglesia. "¿Qué sería del rentable negocio de la prostitución, si cualquier pobre contrahecho pudiera hacerse del amor de la más cara de las cortesanas?", se preguntaban los ricos propietarios de los espléndidos burdeles de Venecia. O, lo que sería peor aún, ¿qué sucedería si las hijas de Eva descubrieran que llevan en el medio de las piernas las llaves del cielo y del infierno?

El descubrimiento de la "América" de Mateo Colón fue también –y en su medida– una épica quebrantada por la letanía de un réquiem. Mateo Colón fue tan feroz y despiadado como Cristóbal; como aqué –y dicho con la misma literal propiedad–, fue un colonizador brutal que reclamaba para sí el derecho sobre las tierras descubiertas: el cuerpo de la mujer. Pero, por otra parte, además de lo que significaba el Amor Veneris, otra polémica habría de suscitar lo que era este órgano. ¿Existe el órgano que describió Mateo Colón? Es esta una pregunta inútil que, en cualquier caso, habría que reemplazar por otra: ¿Existió el Amor Veneris? Las cosas son, finalmente, las voces que las nombran. Amor veneris, vel Dulcedo Apeleteur? tal el nombre con que su descubridor bautizó a su órgano?, tenía un contenido fuertemente herético. Si el Amor Veneris coincide con el menos apóstata y más neutro kleitoris (cosquilleo) –que alude a efectos antes que a causas– es un asunto que habrá de preocupar a los historiadores del cuerpo. El Amor Veneris existió por razones diferentes de las de la anatomía; existió por cuanto no sólo fundó una nueva mujer, sino que además promovió una tragedia. Lo que sigue es la historia de un descubrimiento.
Lo que sigue es la crónica de una tragedia.


PRIMERA PARTE
LA TRINIDAD
I


Al otro lado del Monte Veldo, en el callejón de Bocciari, cerca de la Santa Trinidad, estaba il bordello dil Fauno Rosso, la casa de putas más cara de Venecia, cuyo esplendor no tenía competencia en todo el Occidente. La atracción del burdel era Mona Sofía, la puta mejor cotizada de Venecia y, por cierto, la más espléndida de Occidente. Superior, aun, a la legendaria Lenna Grifa. Igual que ella, recorría las calles de Venecia tendida sobre un palanquín llevado por dos esclavos moros. Igual que Lenna Grifa, Mona Sofia llevaba a los pies del palanquín una perra de Dalmacia y un papagayo al hombro. Según podía constatarse en el catalogo di tutte le puttane del bordello con il lor prezzo1, su nombre aparecía impreso en letras destacadas y, en números más notables todavía, el precio: diez ducados, esto es, seis ducados más cara que la misma legendaria Lenna Grifa2. En el catálogo, de muy prolija factura, que se editaba para viajeros selectos, nada decía, desde luego, de sus ojos verdes como esmeraldas, ni de sus pezones duros como almendras cuyo diámetro y tersura se dirían los del pétalo de una flor –si la hubiese– que tuviera el diámetro y la tersura de los pezones de Mona Sofia. Nada decía de sus muslos firmes de animal, torneados como la madera, ni de su voz de leño ardiendo. Nada decía de sus manos que, de tan pequeñas, parecían no abarcar el diámetro de una verga, ni de su boca mínima en cuya cavidad se hubiera dicho imposible acoger el volumen de un glande inflamado. Nada decía de su talento de puta, capaz de erguírsela a un anciano desahuciado.
Una madrugada de invierno del año 1558, poco antes de que el sol asomara desde el centro de las dos columnas de granito –traído desde Siria y Constantinopla–, y se pusiera entre el león alado y San Teodorico, cuando los autómatas moros de la Torre del Reloj se disponían a golpear la primera de las seis campanadas, Mona Sofía acababa de despedir a su último cliente, un rico comerciante de sedas. Al descender las escalinatas que conducían hasta el pequeño atrio del burdel, el hombre se acomodó la estola de lana que llevaba sobre el lucco, se calzó la beretta hasta las cejas y, oteando en el vano de la puerta, se aseguró de que ningún viandante lo viera salir. Desde el burdel se encaminó derecho hacia la Santa Trinidad, cuyas campanas llamaban al primer oficio.

Mona Sofía tenía la espalda fatigada. Para su fastidio, cuando descorrió las cortinas de seda púrpura de la ventana de su alcoba, pudo comprobar que ya había amanecido. Odiaba tener que dormirse con el alboroto que llegaba desde la calle. Se dijo que era aquella una buena oportunidad para aprovechar el día. Reclinada sobre la cabecera de su cama, empezó a hacer planes. Primero se vestiría como una señora e iría al oficio de la catedral de San Marco –en rigor, hacía mucho tiempo que no iba a misa–, luego se confesaría y, libre de cualquier remordimiento, se llegaría finalmente hasta la Bottega dil Moro para comprar unos perfumes que se tenía largamente prometidos. Siguió planificando, a la vez que se tapaba un poco más con las cobijas –el reposo después de aquella noche fatigosa empezaba a destemplarla– y cerró los ojos para poder pensar con más claridad. No habían terminado de sonar las campanas, cuando Mona Sofía, como todas las mañanas, se quedó profunda y plácidamente dormida.
1 Catálogo que menciona D. Merejkovski en su Leonardo de Vinci. Edit. Juventud, Barcelona, 1940.2 Nótese que una fortuna suficiente para vivir toda una vida de lujos era de unos mil ducados.


II




Por aquella misma hora, pero en Florencia, caía una fina garúa sobre el campanario de la modesta abadía de San Gabriel. Las campanas sonaban con una decisión tal, que se hubiera dicho que quien tiraba de las cuerdas era el obeso abad y no las delicadas manos de una mujer. Y sin embargo el abad aún dormía. Con la puntual devoción que todas las mañanas la sacaba de la cama antes del alba –hiciera frío o calor, lloviera o helara–, Inés de Torremolinos se colgaba de las cuerdas con su leve humanidad y, como si estuviera animada por el Todopoderoso, conseguía mover las campanas, cuyo peso superaba en no menos de mil veces al de su femenino e inmaculado cuerpo.

Inés de Torremolinos vivía con una austeridad franciscana pese a que era una de la mujeres más ricas de Florencia. Hija mayor de un noble matrimonio español, era muy joven cuando contrajo casamiento con un insigne señor florentino. De modo que, según ordenaban las normas maritales, marchó de su Castilla natal para ir a vivir al palacio de su cónyuge en Florencia. Quiso la fatalidad que Inés enviudara sin haber podido dar a su marido un eslabón en su noble genealogía: parió tres hijas mujeres y ningún hijo varón. Siendo una viuda muy joven, todo lo que Inés tenía era: un pesar por no haber engendrado un varón, unos cuantos olivares, vides, castillos, dinero y un alma devota y caritativa. De modo que, para olvidar su pena y remediar su culpa en memoria de su marido, decidió convertir en dinero todos los bienes que había heredado de su finado –en Florencia– y de su difunto padre –en Castilla– y construir un monasterio. De esa manera quedaría para siempre unida a su esposo inmortal mediante una existencia de pureza y celibato, y dedicaría su vida a servir a los hijos varones que su vientre no había sabido engendrar: a la comunidad monástica y a los pobres. Así lo hizo. Se diría que Inés era una mujer dichosa. Tenía una mirada franciscana que irradiaba paz y sosiego. Sus palabras siempre eran un bálsamo para los atormentados. Daba consuelo a los desconsolados y guiaba el camino de los descarriados. Se diría que marchaba sin escollos hacia la santidad. Aquella madrugada de 1558, a la misma hora en que, en Venecia, Mona Sofía terminaba su agotadora y rentable jornada, Inés de Torremolinos empezaba su día de dichoso v desinteresado trabajo. La una ignoraba la remota existencia de la otra. Y nada haría suponer a nadie que una y otra pudieran tener algo en común. Sin embargo, el azar traza a veces caminos imposibles. Sin siquiera sospecharlo, sin siquiera conocerse, una y otra eran parte de una misma trinidad, cuyo vértice estaba en Padua.



EL CUERVO
I


En el sitio más encumbrado del macizo promontorio que separa Verona de Trento, sobre el último peñón que se destaca del collar de morros que corona la cima del Monte Veldo, tan quieto como la roca donde se posaba, el perfil de un cuervo se recortaba contra el confín crepuscular, cuyo epicentro dorado no parecía provenir del sol —aún virtual—, sino de la misma dorada Venecia. Como si el fundamento de aquella bóveda de luz fuera el de las remotas cúpulas bizantinas de la Catedral de San Marco. Era el crepúsculo que antecede al día. El cuervo estaba esperando. Tenía paciencia. Y tenía, como siempre, un hambre voraz pero no perentoria. Su dominio era toda Venecia: la Venecia Eugánea —Treviso, Rovigo, Verona y, más allá, Vicenza— y también la Venecia Julia. Pero su paradero estaba en Padua. Abajo todo se hallaba dispuesto para la fiesta de San Teodorico, la festa di tori. Después del mediodía, la multitud, entre trago y trago, habría de manear cinco o seis bueyes que, uno a uno y tomados de las astas por otras tantas mujeres, serían degollados de un único y exacto golpe de sable. Se diría que el cuervo sabía que así habría de ser. Olía por anticipado el olor que más le gustaba. Pero sabía, también, que, con fortuna, apenas si podría rapiñar una miserable tripa o un ojo, que tendría que disputar con los perros. No valía la pena ni el viaje, ni el riesgo, ni el esfuerzo. Aún no se había movido. Tenía la paciencia de los cuervos. Hubiera podido esperar a que los autómatas de la torre del reloj golpearan la última campanada cuando, como todas las mañanas, desde el Canal Grande apareciera la barcaza pública que pasaba a recoger los cadáveres del Hospital de Humberto Primo hasta la Isla del Cementerio. Pero tampoco valdría la pena; con suerte podría arrebatar un jirón de carne mala, demasiado magra y ya diezmada por la peste.

Giró sobre sus patas y miró hacia el lado opuesto —el Este—, donde estaba su morada. Allí estaba su amo. Entonces remontó vuelo a Padua.


II


Voló sobre las diez cúpulas de la basílica y después sobre la Universidad. Se posó sobre el capitel de la cuarta puerta que daba hacia el patio interior. Esperaba. Sabía que su amo habría de salir de un momento a otro. Así sucedía todos los días. Tenía paciencia. Extendió un ala y metió su pico entre las plumas. Se diría que no prestaba atención a otra cosa que a los íntimos agasajos que se prodigaba: acomodarse las plumas del pecho, desembarazarse de un piojo.

En el mismo momento en que sonó la campana que llamaba a misa, el cuervo se tensó como una cuerda, desplegó las alas morosamente, emitió un graznido sordo y se preparó a dar el salto sobre el hombro de su amo, que, como todas las mañanas, habría de asomar desde la recova y, antes de encaminarse a la parroquia, se llegaría hasta la morgue para darle a su cuervo lo que tanto le gustaba: una tripa todavía tibia. Sin embargo, aquella mañana de invierno las cosas no iban a ser iguales. Había terminado de sonar la primera campanada y su amo todavía no se había asomado. El cuervo sabía que su señor estaba dentro del claustro, podía olerlo, hasta podía escuchar su respiración. Y sin embargo no salía. El cuervo graznó de fastidio. Tenía hambre.

El cuervo y su amo sabían quién era quién. Y por ese mismo motivo se prodigaban un mutuo y velado recelo. Leonardino —ése es el nombre que el amo le había puesto— nunca se posaba francamente sobre el hombro de su señor; mantenía una distancia mínima entre sus patas y la estola, elevándose con un aleteo corto y regular. Tampoco el amo se fiaba de su compañero. Uno y otro —ambos lo sabían— compartían el mismo espíritu inquisitivo por indagar qué se oculta detrás de la carne.

Sonó la segunda campanada y su amo seguía sin aparecer. Algo raro sucedía, el cuervo podía adivinarlo.Todos los días, Leonardino, posado sobre la balaustrada de la escalera de la morgue, seguía atentamente los movimientos de su amo, sus manos que, sabiamente, guiaban el escalpelo; entonces, cuando veía la sangre que surgía tras del delgado surco que a su paso dejaba la hoja, Leonardino se balanceaba hacia izquierda y derecha y emitía un graznido de satisfacción.

Por mucho que lo había intentado, el amo no había conseguido que Leonardino comiera de su mano; y en verdad no le faltaban motivos para temer; el cuervo sabía de quién era la tripa que su amo le había ofrecido el día anterior, reconocía el olor de aquel gato que, hasta ayer, se sentaba confiado sobre la falda del hombre y que, con la misma mano con que lo acariciaba y le daba de comer, lo había vaciado para disecarlo. —Leonardino...—canturreaba el amo a la vez que se acercaba lentamente hacia el cuervo blandiendo una tripa con el brazo tendido. —Leonardino... —repetía y, conforme avanzaba un paso, el cuervo retrocedía otro. Leonardino no miraba la tripa; la olía, sí, pero no la miraba. Tenía sus ojos siempre clavados en los de su amo que, al parecer, le resultaban más apetitosos que aquel trozo de intestino. Entonces el hombre le arrojaba la tripa y el cuervo la tomaba en su pico con una voracidad largamente contenida. Sin embargo, aquella mañana nadie asomó desde la recova. Sonaba la tercera campanada cuando el cuervo supo que su amo no habría de asistir a la cita cotidiana. Disgustado y hambriento, Leonardino voló con rumbo a Venecia.



EL VÉRTICE
I


El nombre del amo era Mateo Renaldo Colón y, ciertamente, aquella mañana de invierno del año 1558 tenía fundados motivos para no concurrir a la cita habitual que todos los días, antes de la misa, lo reunía con su Leonardino. Encerrado entre las cuatro paredes de su claustro de la Universidad de Padua, Mateo Colón escribía.

"Si me asiste el derecho de poner nombre a las cosas por mi descubiertas, lo llamaré Amor o Placer de Venus", apuntó Mateo Colón y así concluyó el alegato que había estado redactando durante toda la noche. En el mismo momento en que cerró el grueso cuaderno de tapas de piel de cordero sobre el que escribía, escuchó las campanas que llamaban a misa. Se frotó los párpados; tenía los ojos rojos y la espalda fatigada. Miró hacia la pequeña luna que se alzaba por encima de su pupitre y comprobó que la vela que estaba junto al cuaderno ardía ahora inútilmente. Más allá, sobre las cúpulas de la catedral, el sol empezaba a entibiar el aire y a evaporar de a poco el rocío que reverdecía el pasto del jardín sobre el que se cernía la Universidad. Desde el otro lado del patio llegaba el perfume del incienso recién encendido de la capilla que por momentos se trocaba, según lo dispusiera el viento, por los aromas hospitalarios de la humeante chimenea de la cocina. Y conforme el sol ascendía por sobre las tejas de la recova, en la misma proporción iba creciendo el tibio alboroto que llegaba desde la piazza dei frutti. Los gritos de los tenderos y el pregón de los vendedores ambulantes, los balidos de las ovejas que se ofrecían a dos ducados, según vociferaban las campesinas que bajaban a la ciudad, contrastaban con el monástico silencio que imponía el tañido de la campana que llamaba a misa.

Todavía somnolientos, estregándose las manos para morigerar el frío y echando un vapor blanco por la boca, los alumnos salían de los pabellones hacia la recova que circundaba el patio central, convergiendo todos en una fila que se iniciaba en la entrada del pequeño atrio de la capilla. De pie junto al párroco, Alessandro de Legnano, el decano de la Universidad, velaba el orden con unción e imponía silencio con miradas severamente impartidas aquí y allá o, llegado el caso, con un carraspeo puntualmente dirigido a los contraventores

Antes de que sonara la última campanada, Mateo Colón se incorporó y caminó hasta la puerta. Sólo cuando giró el picaporte y comprobó que la puerta de su claustro estaba cerrada por fuera, recordó que aquellas campanas no doblaban para él. La fatiga de la noche en vela, pero más la fuerza de la costumbre —que cada mañana lo conducía hasta la capilla después de una breve visita a la morgue—, le habían hecho olvidar que ahora —por disposición de los Superiores Tribunales— estaba preso en su propio claustro. Sintió remordimiento por su Leonardino. Acaso debería sentirse agradecido por su suerte; sin duda hubiera sido peor ocupar una celda fría y mugrienta en la cárcel de San Antonio. Acaso debería agradecer al Tribunal y al decano el hecho de no estar engrillado de pies y manos y poder ver el tibio sol de invierno a través de la pequeña luna de su claustro. Ciertamente, los cargos que se le imputaban merecían el mayor de los rigores: herejía, perjurio, blasfemia, brujería y satanismo. Por mucho menos que semejantes acusaciones se encarcelaba a los penados. Ahora mismo, desde su claustro, podía oír cómo los viandantes insultaba —entre escupitajos— a los reos exhibidos en los cepos de la plaza. Y no eran más que ladrones de baratijas.

Los últimos alumnos que pasaban junto a la ventana del claustro de Mateo Colón se ponían en puntas de pie y miraban hacia el interior; entonces el anatomista podía escuchar los murmullos y las risitas maliciosas de aquellos que, hasta ayer, habían sido sus propios alumnos e, inclusive, de los que podían haber llegado a ser sus fieles discípulos. Podía verlos. Aunque quizá debería estar agradecido de su suerte, Mateo Colón maldijo el día en que abandonó su Cremona natal. Maldijo el día en que su actual verdugo, el decano, decidió ponerlo al frente de la cátedra de anatomía v cirugía. Y maldijo el día en que, cuarenta y dos años antes, había nacido.



II


"Il Chirologi" a decir de sus paisanos, "Il Cremonese", en su exilio en Padua, Mateo Renaldo Colón había estudiado Farmacia y Cirugía en la Universidad en la que ahora estaba preso. Fue el más brillante discípulo de Leoniens primero y de Vesalio después. El mismo maestro Vesalio sugirió al decano, Alessandro de Legnano, que fuera su discípulo cremonés quien lo sucediera al frente de la cátedra, cuando, en 1542 marchó a hacer escuela en Alemania y España. Siendo todavía muy joven, Mateo Colón se ganó, por derecho, el título de Maestro dei maestri. Para orgullo de Alessandro de Legnano, su catedrático cremonés descubrió las leyes de la circulación pulmonar antes aún que su colega, el inglés Harvey, quien, injustamente, se ha quedado con los laureles. Muchos lo consideraron un lunático cuando afirmó que la sangre se oxigenaba en los pulmones y que no existían orificios en el tabique que divide las dos mitades de corazón, atreviéndose a refutar al mismísimo Galeno. Y por cierto era aquella una afirmación peligrosa: un año antes, Miguel de Servet había sido obligado a huir de España cuando, en su Christianismi Restitutio, declaró que la sangre era el alma de la carne —anima ipsa est sanguis—; su intento de explicar en términos anatómicos la doctrina de la Santísima Trinidad lo llevó a las hogueras de Ginebra, donde lo quemaron con leños verdes "para prolongar la agonía" 1. Pero los laureles del descubrimiento de Mateo Colón habría de llevárselos el inglés Harvey cien años después y, según señaló Hobbes en De Corpore, "ha sido el único anatomista que ha visto aceptar en vida su doctrina". Mateo Colón era, eminentemente, italiano; hijo de la plástica, de la gala y el ornamento. Hijo pródigo de aquella Italia en la que todo, desde las cúpulas de las catedrales hasta el vaso donde bebía el labrador, desde los frescos que adornaban los palacios hasta la hoz con la que el campesino hacía la siega, desde los capiteles bizantinos de las iglesias hasta el cayado del pastor, todo, era de una factura prodigiosa. De aquella misma factura estaba hecho el espíritu de Mateo Colón; de la misma galanura ornamental, de la amable gentilezza italiana. Todo estaba animado con el hálito de Leonardo; el artesano era artista, el artista, científico, el científico, guerrero y el guerrero, de nuevo, artesano. Saber era, además, saber hacer con las manos. Por si faltaran ejemplos, con sus propias manos, el mismo papa Eugenio I le había cortado la cabeza a un prefecto un poco díscolo.

Con la misma mano con la que deslizaba la pluma sobre el cuaderno de tapas de piel de cordero, Mateo Colón sabía empuñar el pincel y preparar los óleos con los que pintó los más espléndidos mapas anatómicos; capaz, si quería, de pintar como Signorelli o como el mismo Miguel Angel. En su autorretrato se presentó a sí mismo como un hombre de rasgos finos pero enérgicos; los ojos renegridos y la barba oscura y espesa revelaban, acaso, un ascendiente moro. La frente, alta y prominente, quedaba enmarcada entre dos bucles que descendían hasta los hombros. Según su propio testimonio, tenía unas manos delicadas y pálidas, cuyos dedos —largos y delgados— le conferían una elegancia que se diría casi femenina. Entre el índice y el pulgar sostenía un escalpelo. El autorretrato no fue solamente un fiel testimonio de su fisonomía, sino también de su obsesión; si bien se mira —pues es francamente difícil de advertir—, debajo del bisturí, en la base inferior del cuadro puede distinguirse, entre una bruma difusa, el cuerpo desnudo e inerte de una mujer. La pintura recuerda a otra contemporánea: el San Bernardo de Sebastiano del Piombo; la desproporción que existe entre la beatitud de la expresión del santo v su actitud, clavando su cayado sobre el cuerpo de un demonio, es la misma que se advierte en el gesto del anatomista mientras hunde su escalpelo en la femenina carne. Es la suya una expresión de triunfo.

En una época hecha de nombres, de singularidades, Mateo Colón llevaba su nombre como quien carga con un lastre; ¿cómo evitar el forzado cono de sombra al que lo sometía la memoria de su ilustre tocayo genovés? Mateo Colón estaba condenado a la parodia, a la burla fácil de sus detractores. Su obra, ciertamente, no fue menos extraordinaria que la de su homónimo. También él descubrió su "América" y, como él, supo de la gloria y de la desdicha. Y supo de la crueldad. Mateo Colón, a la hora de fundar su colonia, no tuvo más escrúpulos ni piedad que Cristóbal. El madero del asta fundacional no iba a estar clavado en las tibias arenas del trópico, sino en el centro de las tierras descubiertas que reclamó para sí: el cuerpo de la mujer.


BIOGRAFÍA:


Federico Andahazi
De Wikipedia, la enciclopedia libre

Federico Andahazi es un
escritor y novelista argentino.
Nació en
Buenos Aires el 6 de junio de 1963.


Hijo de Bela Andahazi y Juana Merlín. Estudió Psicología en la Universidad de Buenos Aires y ejerció la profesión de psicoanalista durante poco tiempo. Abandonó su profesión para abrazar el oficio de escritor. En el año 1996 obtuvo el Primer Premio de Cuentos de la Segunda Bienal de Arte Joven con su cuento Almas misericordiosas. Ese mismo año recibió también el Primer Premio del Concurso Anual Literario «Desde la Gente» por su cuento El sueño de los justos con un jurado compuesto por los escritores Héctor Tizón, Luisa Valenzuela y Liliana Heker entre otros eminentes miembros.

La polémica con «El anatomista»

Hacia fines de 1996, a la vez que era finalista del Premio Planeta, su novela El anatomista ganó el Primer Premio de la Fundación Amalia Lacroze de Fortabat. Sin embargo, la mentora del concurso, Amalia Lacroze de Fortabat, publicó en varios diarios de Buenos Aires un comunicado en el cual manifestaba su desacuerdo con el resultado del evento, en razón de que la obra elegida no contribuía «a exaltar los más altos valores del espíritu humano», y por lo tanto no cumplía con los objetivos de la Fundación en cuanto a «la finalidad que la determinó a establecer estos concursos culturales». El jurado con el que disintió la Sra. Fortabat estaba compuesto por prestigiosos y reconocidos escritores. Estos eran: María Angélica Bosco, Raúl H. Castagnino, José María Castiñeira de Dios, María Granata y Eduardo Gudiño Kieffer.
El libro fue publicado por la editorial Planeta en 1997, fue rápidamente traducido a más de treinta idiomas y vendido por millones de ejemplares.

Obras posteriores
En 1998 Andahazi publicó su segunda novela, Las piadosas, que fue publicado por el sello Sudamericana. Ese mismo año la editorial Temas sacó un pequeño volumen con los cuentos premiados de Andahazi, bajo el título El árbol de las tentaciones. Luego publicaría la novela El príncipe (ed. Planeta, 2000), una sátira política y en el 2002, El secreto de los flamencos (ed. Planeta). Con esta última novela Andahazi obtuvo el reconocimiento de la crítica y el público.
En 2004 se publicó Errante en la sombra (Alfaguara) una original novela musical para la cual compuso unos cuarenta
tangos.
En el año 2005 publicó La ciudad de los herejes (Planeta), una novela ambientada en la Francia medieval en la que narra cómo se originó el llamado
Santo Sudario de Turín.
En 2006, Federico Andahazi obtuvo el Premio Planeta Argentina por su novela El conquistador; el jurado estuvo compuesto por los escritores
Marcela Serrano, Marcos Aguinis, Osvaldo Bayer y el editor Carlos Revés. Esta última obra relata la historia de Quetza, un joven azteca que, adelantándose a Cristóbal Colón, descubre un nuevo continente, Europa, y retrata a los salvajes que lo habitan.

Ensayo
En marzo de 2008, Federico Andahazi publicó su primera obra de no ficción, Pecar como Dios manda. Historia sexual de los argentinos (que publicó editorial Planeta).

Bibliografía
1997: El anatomista
1997: Las piadosas
2000: El príncipe
2002: El secreto de los flamencos
2004: Errante en la sombra
2005: La ciudad de los herejes
2006: El conquistador
2008: Pecar como Dios manda. Historia sexual de los argentinos
2009: Argentina con Pecado Concebida. Historia sexual de los argentinos 2


Fuente: Literatura argentina contemporánea. Enciclopedia Wikipedia.
Melan.

domingo, 28 de junio de 2009

CASA DE GEISHAS. LA QUE NO ESTÁ de Ana María Shua


Ninguna tiene tanto éxito como La Que No Está. Aunque todavía es joven, muchos años de práctica consciente la han perfeccionado en el sutilísimo arte de la ausencia. Los que preguntan por ella terminan por conformarse con otra cualquiera, a la que toman distraídos, tratando de imaginar que tienen entre sus brazos a la mejor, a la única, a La Que No Está.


BIOGRAFIA.



Datos biográficos
Nació en la ciudad de Buenos Aires, Argentina, el 22 de abril de 1951. Es Profesora en Letras por la Universidad Nacional de Buenos Aires y trabajó como publicista, periodista y guionista de cine.
En una nota autobiográfica, la autora cuenta sobre sus primeras lecturas:
"A los seis años alguien me puso en las manos un libro con un caballo en la tapa. Esa misma noche yo fui ese caballo. Al día siguiente ninguna otra cosa me interesaba. Quería mi pienso, preferiblemente con avena y un establo con heno limpio y seco. Nunca antes había escuchado las palabras pienso, avena, heno, pero sabía que como caballo necesitaba entenderlas. Durante una semana pude haber sido Black Beauty pero fui Azabache, en una traducción inteligente y libre. Fui caballo de tiro y caballo de alquiler, recibí latigazos, estuve a punto de morir, fui rescatado... y llegué a la última página. Entonces, con terrible dolor, volví a mi cuerpo y levanté la cabeza: el resto del mundo todavía estaba allí. 'Deja eso que te va a hacer mal', decía mi madre. 'No se lee en la mesa', decía mi padre. Entonces descubrí que podía volver a empezar. Y otra vez fui Azabache y otra vez y otra vez.
"Después descubrí que podía ser un pirata y muchos, y la ciudad de Maracaibo y ser hombre, manatí, horror o piedra. Lo que acababa de empezar en mi vida no era un hábito: era una adicción, una pasión, una locura." ("Confieso que he leído", publicado en Benjamín —Boletín de ALIJA—, N° 21, diciembre de 1999)
A los 16 años publicó su primer libro de poemas, El sol y yo. Como escritora se dedicó fundamentalmente a la narrativa y es autora de varios libros de cuentos y novelas, algunas de ellas llevadas al cine (Soy paciente y Los amores de Laurita). También escribió guiones para obras teatrales y es la autora del guión de la película Dónde estás amor de mi vida, que no te puedo encontrar.
Ana María Shua es una gran especialista en microrrelatos (o también llamados cuentos brevísimos), que son historias de apenas dos o tres líneas de extensión. Cuatro de sus libros pertenecen al género del cuento brevísimo: La sueñera, Casa de Geishas, Botánica del caos y Temporada de fantasmas.
Su vasta producción de libros para niños y jóvenes, la convirtió en un importante referente dentro de este género en la Argentina.
Varias de sus obras fueron traducidas a otros idiomas y recibieron premios nacionales e internacionales. En 2004 la Fundación Konex distinguió su trayectoria profesional con el Diploma al Mérito en la categoría "Cuento", galardón que se otorgó a los escritores más destacados en los últimos diez años.


Fuente: Escritores argentinos contemporáneos. Educar.org e Imaginaria. Revista.


Melan.








domingo, 21 de junio de 2009

EL FIN DE LA HISTORIA (Fragmento) de Liliana Heker


[...]
Pero con la llegada de Celina Blech (cuando las vacaciones del árbol se acabaron) algo empezó a cambiar. Celina también había leído Los capitanes de la arena y cantaba El ejército del Ebro pero además tenía una virtud de la que Leonora y yo carecíamos: podía decir sin vacilación quién era un revolucionario y quién un reaccionario. ¿Heráclito?, decía, Heráclito es un revolucionario; y que Berkeley era, sin ninguna duda, un hombre de la reacción. Resultaba admirable escucharla: de pie junto al banco, flanqueada por niñas que se santiguaban antes de dar la lección e iban con sus madres al baile del club cada sábado, y por niñas que ni se santiguaban ni llevaban al baile a sus madres pero tampoco parecían impresionarse por el poder revolucionario de Heráclito, y ante el profesor de Filosofía, miembro activo de la Acción Católica, tenía el coraje de liquidar de un plumazo a Berkeley por su incapacidad notoria de hacer la revolución. Hija de un lírico zapatero comunista de la vieja guardia, actuaba con la seguridad de quien sabe desde siempre hacia dónde va el mundo y quién lo mueve. Fue ella quien nos inició en la lectura de Marx –cómo olvidar el salto del corazón, la alborozada certeza (también para mí) de que el mundo marchaba hacia un derrotero feliz, cuando leí por primera vez que un fantasma recorre Europa–, y cada semana, disimulada en un paquetito insospechable, nos traía la revista de la Juventud. Nunca hizo valer sobre Leonora y sobre mí su superioridad –era bonachona, solidaria, y no estaba muy dotada para el rock and roll que, pese al ejército del Ebro rumbalabumbalabumbambá que una noche lo cruzó ay Carmelá, Leonora y yo seguíamos bailando con frenesí en los asaltos de los sábados– pero igual esa superioridad estaba ahí, latente, y pronto se iba a poner de manifiesto. En todo lo demás éramos similares: las tres amábamos a Echeverría y despreciábamos a Saavedra, las tres vibrábamos con los versos de Nicolás Guillén, las tres declarábamos, con brío de republicanas en el instante mismo de una victoria, que a las tropas invasoras rumbalabumbalabumbambá buena paliza les dio ay Carmelá. Así cantábamos y asi éramos aquel invierno de mil novecientos cincuenta y ocho, cuando, en nuestra tranquila Escuela Normal del barrio de Almagro, irrumpió la Historia. Después aprenderíamos que estaba desde antes, que, sin saberlo, la habíamos ido registrando entre los pequeños acontecimientos que urdían nuestra memoria personal. Desordenadamente y sin signo –o con un signo fortuito– yo guardaba la mañana de segundo grado en que nos hicieron salir temprano del colegio porque un general había querido sacar a Perón (a quien yo imaginaba eterno y omnipresente ya que él estaba en el mundo cuando nací y ya que mi madre me había prohibido pronunciar su nombre en vano); la leyenda Libertad a los Rosenberg, leída, con las primeras letras, en paredes de calles olvidadas; el escándalo de unos primos mayores ante la frase Alpargatas sí, libros no; la voz ronca de un canillita voceando Guerra en Corea; una secreta e incomunicable envidia cuando en el noticiero del cine, como enanos dichosos, chicos que no eran yo circulaban en autitos por la Ciudad Infantil; cierta incredulidad inaugural ante la muerte el día en que la aviación bombardeó Plaza de Mayo; una emoción casi literaria al enterarme de que unos hombres, en un lugar oculto llamado Sierra Maestra, se preparaban para liberar a Cuba –país remoto del que sobre todo conocía El manisero y las festivas caderas de Blanquita Amaro–; la cara rencorosa o desolada de unos albañiles una mañana de fin de septiembre de mil novecientos cincuenta y cinco. Fragmentos recortados al azar que se me entreveraban con los equilibristas alemanes del Obelisco, con un descuartizador llamado Burgos que había desparramado las porciones de su novia por toda Buenos Aires, con una chica de nueve años que se ahogó en Campana y que podía verse, en el momento preciso en que pierde pie, ferozmente dibujada en una página de La Razón. Retazos de algo cuya figura final parecía –sigue siendo– imposible. Y conoceríamos también la sensación vertiginosa de concebirnos sumergidos en la Historia. Porque lo real, un día cercano, estaría formulado de tal modo que todo –lo que se dice todo– lo que ocurriera sobre la Tierra nos estaría pasando a nosotros. Nuestra sería la Revolución Cubana y nuestra la guerra en Vietnam; la enemistad chinosoviética y los ecos lejanos de hombres que en América o en África o en cada agobiado rincón del planeta levantaban la cabeza serían asunto nuestro. Íbamos fugazmente a conocer el sentido de nuestras vidas. E íbamos a vivir con el sobresalto –y el extraño sosiego– de haber decidido que el mundo no podía prescindir de nuestros actos. Pero ese fin del invierno del cincuenta y ocho en que alumnas correctas recitaban la lección de Astolfi y nosotras cantábamos que nada pueden bombas rumbalabumbalabumbambá donde sobra corazón ay Carmelá, ese septiembre del cincuenta y ocho la Historia vino a Mahoma: levantó a las universidades, sacudió al país entero, entró por primera vez en los colegios y, en la apacible Escuela Normal con su patio de glicinas, no dejó piedra sobre piedra. Me pregunto ahora si no habrá sido un don, una dádiva cuya excepcionalidad desconocíamos: tener quince años y una causa arrasadora. Todo parecía nítido en ese final del invierno y en la primavera que lo siguió: el pueblo de un lado, detrás de una meta tan cristalina como la educación popular; el gobierno del otro, aliado al poder eclesiástico para imponer una enseñanza dogmática y elitista. No importa si los motivos de unos y otros fueron menos transparentes. A los quince años, bajo las glicinas a punto de florecer y a la luz de un lema que parecía condensar todo lo bueno y todo lo malo que es posible para la especie –laica o libre, decíamos seguros de que estábamos abarcando el Universo–, creímos verificar para siempre palabras leídas con unción: la causa del pueblo es la causa justa, toda causa justa conduce a la victoria, nosotros tenemos un papel que cumplir en ese camino a la victoria. La embriaguez de la lucha sumándose a la del vino dorado de la adolescencia, ¿no fue esa nuestra piedra de toque, la impronta que nos marcó? Miro a mi alrededor en esta noche especialmente negra de mil novecientos setenta y seis en que sólo alcanzo a ver muerte y carne devastada, y sin embargo sigo tecleando con empecinamiento estas palabras tal vez porque no puedo arrancarme del corazón la esperanza. Porque una vez que uno ha probado tempranamente ese vino ya no puede, ya no quiere renunciar a él. Noto que me he perdido en la melancolía pero no era de eso de lo que quería hablar. O no era así. Quería hablar de ciertas dificultades domésticas. Quedamos en que tres fuimos el numen, tres la vanguardia, y nos tocaba nada menos que soliviantar a un amable grupo de futuras maestras normales que no habían pedido ser soliviantadas y que, más que a otra cosa, aspiraban al matrimonio. No fue fácil. De mí sé decir que me hice violencia para arengar a esas jóvenes masas y convocarlas a la huelga. Cerraba los ojos del alma y me tiraba de cabeza en el fárrago de mi prosa. Sólo así era capaz de cumplir con el imperativo. Porque si un solo momento me detenía a reflexionar corría el riesgo de recalar en una conclusión que me enmudecería: yo no tenía fe en que mis palabras pudieran cambiar una sola de esas cabezas que apuntaban hacia mí con distante curiosidad. 0 sea que mi futuro en la política era dudoso. En cambio Leonora... Ese septiembre se nos reveló como una Pasionaria de guardapolvo blanco. Hablaba y la Argentina era una rosa ardiente que clamaba justicia. ¿Cómo no seguirla? Tras el imán de sus palabras las recitadoras de Astolfi, las santiguantes y las blasfemas, las vírgenes y las desfloradas aceptaban plegarse a la huelga. Hasta las recalcitrantes mostraban la hilacha: encendidas de pasión reaccionaria levantaban como una bandera su fe en la Iglesia y su repugnancia por lo popular. Nadie permanecía indiferente cuando Leonora hablaba. En el aula que por años había cobijado pequeñas ilusiones privadas la conciencia política crecía como una flor nueva. No sólo estaba desafiando a las autoridades del colegio (la expulsaron a fin de año, pese a su promedio sobresaliente). Su padre, a quien ella amaba –y de quien yo en secreto añoré que fuera mi padre–, el brillante profesor Ordaz, antiguo idealista, locuaz defensor de la escuela pública y amigo de escritores, era funcionario del gobierno que traicionaba así (y de otros modos) los sueños de sus votantes. Oponerse a un designio gubernamental era enfrentar a su padre. Pero eso lo sabía sólo yo. Las demás veían lo que veían: una alta adolescente con cara de gitana. Y tal vez creían menos en sus palabras –palabras adquiridas que sabía hacer suyas sin esfuerzo– que en la voz categórica y vibrante que las pronunciaba. Así que fue Leonora la artífice de eso inusual que se registró en la escuela de las glicinas. Pero las hilos los manejaba Celina. En reuniones secretas con las pocas jóvenes comunistas del colegio acordaban políticas que –aprendimos– venían de un mandato superior. Nosotras dos éramos sus aliadas en el llano, las amigas de confianza; por algo nos había enseñado una confidencial última estrofa que entonábamos en voz baja saboreando el néctar de la rebelión: y si a Franco no le gusta rumbalabumbalabumbambá la bandera tricolor ay Carmelá, le daremos una roja rumbalabumbalabumbambá con el martillo y la hoz, ay Carmelá. Pero en las decisiones no interveníamos. No puedo decir que esa prescindencia me inquietara. Ya dije que tempranamente –y no sin conflicto– acepté que mi destino no era la política. Por otra parte, tenía en la pared de mi pieza Los tres músicos de Picasso, en mi corazón la melancolía de ser la boina gris y el corazón en calma, y amaba la ruda nobleza del herrero Maciste y los versos de Tuñón: el comunismo me acunaba, no opuse resistencia a que decidiese por mí. Leonora, en cambio, no era de las que se dejaban acunar. Poco tiempo después de ese septiembre me dijo que tenía que contarme un secreto. Aún debía durar la primavera porque el recuerdo se me entrevera con un perfume, y con una conciencia tan intensa de estar viva que es casi dolorosa. Me había pasado el brazo por el hombro y, como tantas otras veces, empezámos a caminar por la plaza Almagro. Gesto habitual ese de tenerme así abrazada, seguramente mandado por los diez centímetros que me llevaba y por cierta actitud matriarcal que tuvo siempre. A las dos nos gustaba –o ahora creo que a las dos nos gustaba– caminar así, como si sentir el cuerpo de la otra contra el propio cuerpo nos hiciera fuertes para sostener leyes universales que solíamos inventar ahí mismo, mientras caminábamos, y que tendían a eliminar de la Tierra la estupidez, la injusticia y la desdicha. La de las leyes solía ser yo, bastante propensa a inventar teorías para todo, aunque demasiado tímida o arrebatada para convencer a alguien que me conociese menos que Leonora; así que era ella y no yo la encargada de usar esos argumentos a la hora de las discusiones. Pero esa tarde no hubo ni argumentos ni teorías. Hubo una confidencia que me sacudió. Pensé mucho en su decisión esa temporada. Tal vez ahora mismo pienso en ella, y ésa y no otra es la razón de que escriba estas palabras. –Tengo que contarte un secreto –me dijo Leonora mientras caminábamos abrazadas–. Me afilié a la Juventud. Su militancia no cambió las cosas entre nosotras al menos hasta que conoció a Fernando. Nos contamos otros secretos y, en el viaje de egresadas (pese a la expulsión todas, hasta sus adversarias, quisieron que viajara con nosotras) escandalizamos a las otras flamantes maestras normales como se advierte en las fotos. Pero sin duda algo pareció cambiar en Celina Blech, cuyo saber sobre Berkeley me deslumbraba menos: Leonora me había prestado Los elementos de Filosofía, de Politzer, y ahi estaban todos: Berkeley, y Heráclito, y Kant, y Locke, y Aristóteles, y Descartes, definiéndose inequívocamente a favor o en contra de la revolución. A Celina la encontré el año pasado. Me contó que tenía un cargo importante en una multinacional –es ingeniera química– y que estaba a punto de irse a trabajar a Canadá. No soporto esta violencia, me dijo, y hablamos sobre la ferocidad de la Triple A y sobre la locura que, en la desesperada, estaban mostrando los montoneros. Lo malo no es el miedo a la muerte, me dijo; lo malo es que ahora ni siquiera sé de qué lado me puede llegar el tiro. Le pregunté si todavía estaba en el Partido. Sonrió condescendiente, como quien hace tiempo ha perdonado a la muchacha que fue. Me preguntó por Leonora. Le dije que no sabía dónde estaba y no mentía, ¿acaso podía saber por dónde andaba en ese amenazante invierno de mil novecientos setenta y cinco?




BIOGRAFÍA CRONOLÓGICA.

1943

Nace en Buenos Aires, Argentina, el 9 de febrero.

1959

Termina el colegio secundario y aprueba el ingreso a la Facultad de Ciencias Exactas, de la Universidad de Buenos Aires, para estudiar física.Comienza a colaborar en la revista literaria "El grillo de papel", dirigida por el escritor Abelardo Castillo, quien se convertirá en uno de sus mejores amigos."Nunca había visto un escritor ni en foto y no tenía ni la más remota idea de lo que era una revista literaria pero, por alguna razón que desconozco, estaba convencida de que si uno escribe tiene que trabajar en una revista literaria. Deseché unas cuantas hasta que, por fin, en la librería Galatea, descubrí el primer número de ’El Grillo de Papel’. Leí el editorial y decidí que ésa era mi revista. Mandé un poema y una carta. Me llamó uno de los directores, Castillo (que en ese momento tenía un solo cuento publicado); me dijo que el poema era pésimo pero que era buena literatura", recordará Heker en una entrevista publicada en "Capítulo. La historia de la literatura argentina", Nº 132, Centro Editor de América Latina, Buenos Aires, 1982.

1960

Su primer cuento "Los juegos" aparece publicado en la revista "El grillo de papel". Desde el mes de octubre, es secretaria de redacción de la revista. Ese mismo año, el gobierno de Arturo Frondizi prohíbe la publicación.

1961

Hacia el mes de mayo, dirige y funda con Abelardo Castillo, "El Escarabajo de Oro". Allí se desempeña como secretaria de redacción hasta 1963, y como subdirectora hasta su último número (en 1974). La revista apuntó a una fuerte proyección latinoamericana y fue considerada una de las más representativas de la generación del 60. Formaron parte de su Consejo de colaboradores: Julio Cortázar, Carlos Fuentes, Miguel Angel Asturias, Augusto Roa Bastos, Juan Goytisolo, Félix Grande, Ernesto Sábato, Roberto Fernández Retamar, Beatriz Guido, Dalmiro Sáenz, entre otros. Allí publicaron sus primeros textos Ricardo Piglia, Humberto Constantini, Miguel Briante, Jorge Asís, Alejandra Pizarnik, Haroldo Conti y la propia Liliana Heker.

1964

Abandona la carrera de Física."El desencadenante para que abandonara la física fue mi imposibilidad, casi metafísica, de armar un complicadísimo circuito electrónico, requisito imprescindible para aprobar electrónica. El motivo real del abandono: desde que había empezado la carrera, cuatro años atrás, yo estaba decididamente tironeada por la escritura. En 1964, con mi primer libro de cuentos casi terminado y un quehacer continuo y consistente en El escarabajo de oro, me sentí lo suficientemente definida en el campo de la literatura como para dejar la física", señalará Heker.

1966

En el mes de julio, la Editorial Jorge Álvarez, de Buenos Aires, publica "Los que vieron la zarza", libro de cuentos que obtiene la mención única del Concurso Hispanoamericano de Literatura de Casa de las Américas de Cuba. "Había empezado a escribir el cuento ’Los que vieron la zarza’ cuando me di cuenta de que estaba abordando un tema que me quedaba grande (yo tenía veinte años) y que, sin embargo, era mi tema. Para mi historia personal, yo soy escritora a partir de ese cuento. Por lo que significó para mi como exigencia formal y como exigencia ética", contará en la entrevista publicada en "Capítulo. La historia de la literatura argentina", Nº 132, Centro Editor de América Latina, Buenos Aires, 1982.

1967

Recibe la Faja de Honor otorgada por la Sociedad Argentina de Escritores (SADE).

1972

El Centro Editor de América Latina publica el libro de cuentos "Acuario" en la Colección Narradores de Hoy (Buenos Aires).

1976

Es codirectora y cofundadora, junto con Abelardo Castillo y Sylvia Iparraguirre, de "El Ornitorrinco". La revista, que aparecerá hasta 1985, es considerada una de las publicaciones más importantes en el campo de la resistencia cultural a la dictadura militar instaurada el 24 de marzo."’El Ornitorrinco’ siempre fue una revista de literatura, no militante, pero que se ubicaba en la izquierda. Con la llegada de la dictadura, prácticamente no hubo cambios, y se transformó incluso en un espacio más significativo, porque los escritores jóvenes no tenían dónde publicar. Allí pudimos generar ciertos debates culturales, desarrollar ideas y permitir la publicación de autores que no aparecían en otros medios, incluso reproducir listas de desaparecidos. No digo que fueran acontecimientos grandiosos, pero hacíamos lo que podíamos para mantener una red cultural. Creo que para un intelectual, una persona lúcida, no hay coartadas. No puede decir ’a mí me prohíben hablar’: se trata de hablar y ver hasta dónde se puede avanzar, porque si no, no tiene sentido aquello en lo que creemos. Si ni siquiera podemos defender la dignidad o la vida de los hombres, no entiendo para qué escribimos", señalará en la entrevista publicada por la revista Puentes, Nº 4, de julio 2001, La Plata, Argentina.

1977

Se publica "Un resplandor que se apagó en el mundo" en Editorial Sudamericana (Buenos Aires)

1978

Empieza a coordinar un taller de técnica narrativa.

1980

Coordina y prologa "Diálogos sobre la vida y la muerte", libro de reportajes a los escritores argentinos Jorge Luis Borges y a Abelardo Castillo, entre otros (Grupo Editor de Buenos Aires).Desde las páginas de "El Ornitorrinco" mantiene una polémica con Julio Cortázar acerca de la naturaleza del compromiso intelectual y político."Empecé a dar talleres en el ’78 en el teatro IFT, que era de izquierda. Era impresionante la cantidad de gente que venía y ahí surgen los talleres como fenómeno, porque en la dictadura funcionaron como pequeños ámbitos de libertad donde se podía leer y por ejemplo, se podía hablar de Freud, que afuera estaba prohibido. En ese sentido no solo la literatura sino la cultura mantuvo encendida cierto sustrato cultural. Por eso yo discutía con Julio Cortázar sobre ese aniquilamiento de la cultura que él veía desde Europa; no era cierto. Acá eso de alguna manera seguía actuando. Sólo que no era visible en el exterior. Como yo estaba acá y sacaba una revista y sabía hasta donde se podía hablar, no puedo proyectarme hacia atrás en conductas heroicas..., sin duda en ese momento no vi más conducta de la que tuve. Ni me callé, ni modifiqué mi ideología, ni cambié nada de lo que había hecho hasta ese momento. Durante la dictadura hice lo que creí que debía hacer", dirá en la entrevista publicada en la revista Puentes, antes citada.

1982

Editorial de Belgrano, de Buenos Aires, publica el libro de cuentos "Las peras del mal".

1984

El 18 de julio comienza a convivir con Ernesto Imas, con quien se casará siete años más tarde.

1986

La novela "Zona de Clivaje", publicada por Editorial Legasa, obtiene el Primer Premio Municipal de Novela (Buenos Aires).

1991

La editorial Alfaguara reúne la totalidad de sus cuentos en el volumen "Los bordes de lo real".El 14 de agosto se casa con Ernesto Imas.

1994

Recibe el premio de la Fundación Kónex de Buenos Aires, "Diploma al Mérito", en el rubro "Cuento: quinquenio 1989-1993".1996Se edita en Buenos Aires la novela, "El fin de la Historia", publicada por la editorial Alfaguara."Creo que ningún texto mío me dio tanto trabajo, y que con ninguno me he sentido tan libre. Como si algo –¿tal vez mi desesperación por narrar todo lo que pretendía sin caer en un mamotreto de seiscientas paginas?– me compeliese a cruzar ciertas fronteras dentro de las cuales, hasta ese momento, me había manejado con alguna seguridad [...] Descubrir como se cuenta aquello que, hasta ayer, había aparecido como caótico y confuso constituye una alegría difícil de comunicar", señala Heker en una entrevista publicada en el diario La Nación, el 8 de agosto de 1996.

1999

Muchos de sus trabajos críticos son recopilados en el libro "Las hermanas de Shakespeare", publicado en Buenos Aires por la editorial Alfaguara.

2000

Se reedita en Buenos Aires su libro "Diálogos sobre la vida y la muerte", que incluye una entrevista a Jorge Luis Borges (editorial Aguilar).

2001

Editorial Alfaguara publica su libro de relatos "La crueldad de la vida"."– ’La crueldad de la vida’, el título de su nuevo libro, es un frase melodramática, ¿¿Qué aspectos del melodrama le interesa rescatar para su ficción?– No es que rescate en particular el melodrama, ni tampoco me interesa eso de que sea tomado como un género de mujeres. Trabajo muchísimo mi literatura y, en última instancia, si tomo situaciones melodramáticas es porque creo (y eso es algo que se sostiene en uno de mis cuentos) que, a veces, ciertos excesos como el melodrama, lo único que indican es una especie de vestigio un poco descarriado de la sed de vivir, de la misma manera que el alcohol o la droga. En última instancia lo que me interesa es el por qué de ciertas actitudes melodramáticas de la gente, pero no escribir melodramas", responderá en la entrevista realizada por Walter Cassara y publicada en Página/12, Radar Libros, el 1º de noviembre de 2001.

Sus cuentos completos han sido traducidos al inglés y muchos de sus relatos se han publicado también en Alemania, Rusia, Turquía, Holanda, Canadá y Polonia. Heredera de la gran tradición cuentística norteamericana, Liliana Heker está considerada como una de las más destacadas narradoras argentinas.


Fuentes: Literatura argentina contemporánea. Audiovideoteca. Biografías.

Melan.


sábado, 20 de junio de 2009

EL OJO DE LA PATRIA (Fragmento) de Osvaldo Soriano



[...] ­Se viene un milagro ­dijo el cura y a Carré le pareció que escupía en un pañuelo­. Prepare la valija y espere las instrucciones. Iba a preguntarle de qué se trataba pero el cura se alejó tosiendo. Carré se levantó y salió despacio.[...] ...A las cuatro de la mañana lo despertó el teléfono mientras la lluvia golpeaba contra la ventana...Levantó el tubo y gritó unos cuantos insultos, exaltado por el miedo y la borrachera. Ya iba a colgar cuando oyó la voz del cura, quebrada por los ruidos de la tormenta. ­Terminado, Carré. Muerto. ¿Me oyó? Queme todo y desaparezca que ya pasan a buscar el cadáver.
2
La mañana del funeral fue gris y destemplada. Carré llevaba un sobretodo viejo y un sombrero de fieltro para protegerse de la nieve. Desde su escondite alcanzaba a ver el montículo de tierra húmeda y la cruz de madera ordinaria. Entre los cuatro desconocidos que rodeaban el ataúd había una rubia vestida de negro. Un cura regordete masticaba chicle y rezaba en latín. Los otros dos llevaban trajes oscuros y el más alto sostenía un paraguas tan grande que los cobijaba a todos. De vez en cuando la mujer se apartaba el velo para estornudar y sonarse la nariz. El cura calzaba galochas y se envolvía con una bufanda negra. Mientras decía la plegaria sacudía una polvareda de incienso que la brisa se llevaba hacia la arboleda cercana. El mas petiso, que tenía el pantalón enchastrado hasta las rodillas, sostenía una corona de flores como si fuera un maletín. La rubia, que había seguido la ceremonia con la solemnidad de un coronel de infantería, hizo una señal con la mano en la que apretujaba el pañuelo. Al rato, arrastrando cuerdas y palas, aparecieron dos sepultureros que venían de escuchar a los chicos que cantaban frente a la tumba de Jim Morrison.

Mientras bajaban el ataúd, Carré no consiguió disimular su tristeza. Se dijo que al menos podrían haber contratado a las lloronas del barrio para mostrarle un poco de afecto. Su entierro era tan insignificante y desgraciado como el de Oscar Wilde, que tenía una estatua desnuda y tiesa al fondo del sendero. Por lo menos al escritor lo había acompañado un perro callejero y los confidenciales británicos le sembraron un cantero de petunias que utilizaban para entregar sus mensajes a los enlaces de la Security.

Al ver que los peones echaban las primeras paladas de tierra, Carré sintió un desfallecimiento y tuvo que apoyarse en el ala de un querubín para no perder la compostura. Ni siquiera advirtió que su sombrero rodaba por el suelo y abría un delgado surco sobre la nieve. Parado allí, con el corazón apretujado, sin saber lo que haría al volver a la calle, se preguntó quién ocuparía su lugar. Quizá habían puesto un montón de piedras o el cuerpo de un perro reventado por el frío, como solían hacer los polacos y los búlgaros

La noche anterior, después de atender el llamado, se metió en el bolsillo la pistola y el libro de la Princesa Rusa y se precipitó escaleras abajo para esconderse en el bar de la Gare du Nord. No percibió ninguna señal de Pavarotti. Al amanecer, para estar seguro de que ya no lo seguía, se acercó a su casa y encontró la puerta del edificio abierta de par en par. A la entrada alguien había colocado una ofrenda de flores, un horario de inhumación en el cementerio del Pere Lachaise y una urna para dejar las condolencias. Como no estaba seguro de que alguien le llevara el pésame, Carré tomó una tarjeta en blanco, escribió un nombre de mujer y la echó en la urna. Más tarde, mientras esperaba el ómnibus, sintió la irresistible tentación de asistir a su propio entierro. Todavía no podía hacerse a la idea de que estaba fuera de la vida, de que tendría que penar para siempre como un espectro de carne y hueso al que nadie puede ver.

Pensó en lo que diría su padre si pudiera verlo. Recordaba una pesadilla que había tenido en la cárcel de Alemania: se perdía en un bosque y corría a tontas y a locas hasta que caía en un pozo lleno de arañas y murciélagos. Gritaba aterrorizado llamando a su padre que pagaba las cuentas de la vida en una ventanilla donde hacían cola decenas de hombres y mujeres sin cara. Entonces el padre se acercaba y le ponía la mano sobre la cabeza. Todavía sentía la dulzura de la mano. Casi no conoció a su padre pero lo imaginaba por la foto en blanco y negro que su madre le había dejado en la pieza. Muchas veces se preguntaba cómo había sido aquel hombre cuando tenía su edad y llegó a la conclusión de que pasó sin contar para nadie, sin dejar huellas en el camino. En la foto aparecía como de treinta y cinco años, bien afeitado, con una corbata de nudo intemporal, peinado de época antes de que se llevara el corte de los yuppies. Era un hombre que no llamaba la atención. Tal vez se conformaba con tener al día los expedientes de Vialidad y llevar el sueldo a casa. Pero, ¿con qué soñaba? ¿Deseaba a otra mujer? ¿Tenía enemigos? ¿De qué cuadro era? Durante los años en Buenos Aires Carré sintió la vida como un espacio vacío. Tenía algún conocido pero no amigos de verdad. Le enseñaron a amar confusamente a la patria, pero nunca soñó con representarla en un país lejano. Pronto asumió su infortunio con las mujeres y de tanto en tanto iba a buscar consuelo en los alrededores de Constitución. A veces sospechaba que también su padre había acudido a esos hoteles baratos para olvidarse de algo. ¿Pero de qué? No estaba seguro de que lo hubiera hecho feliz ver a su hijo trabajando de espía en París. Aunque sin duda las medallas lo colmarían de orgullo si hubiera podido verlas.

Miró a su alrededor y no vio más que al cura y los falsos deudos que se persignaban frente a la tumba. La rubia recogió con elegancia el vestido que le llegaba a los tobillos y abrió la marcha por el sendero de lajas. Tenía los tobillos bien formados y un gran agujero en la media derecha. El hombre alto fue tras ella y la cubrió con el paraguas mientras el cura aplastaba el chicle sobre una tumba vecina. Carré recogió el sombrero, lo limpió con la manga del sobretodo y lo que vio entonces no iba a olvidarlo jamás. El cura volvió sobre sus pasos, se arremangó la sotana y a favor del viento y la nevisca se puso a mear muy orondo sobre la tumba recién cerrada. Carré se mordió el puño, ciego de furia, y trató de grabarse los rasgos del meador solitario. ¿No lo había cruzado antes en el Refugio o en la fugacidad de una cita clandestina? ¿O se parecía a uno de los tantos desconocidos que le pasaban mensajes para otros desconocidos? Lo vio partir tosiendo, rascándose la cabeza por debajo de la gorra, y alcanzó a registrar que el pelo era negro y lo llevaba bien cortado.

Salió del escondite arrastrando la pierna agarrotada por las várices. Apretaba en el bolsillo el libro de la Princesa Rusa y no pudo contener un gesto de asombro. Su nombre completo estaba grabado en la cruz, como si fuese el de un tipo cualquiera, de esos que tienen familia y un domicilio conocido. Sacudido por la sorpresa, sólo atinó a quitarse respetuosamente el sombrero y a levantar la corona caída en el barro.

No prestaba atención a las voces que cantaban los versos de Morrison. Pensó en arrancar la cruz que delataba su identidad pero comprendió que sería inútil ya que el mensaje estaba dirigido a la red y a nadie más le importaba su existencia. Pero, ¿por qué El Pampero había decidido matarlo así? ¿Por qué no lo habían liquidado de verdad como hacían los ingleses que empujaban a los suyos bajo las ruedas del subte, o los alemanes que aparecían flotando en el Sena después de una noche de juerga? ¿Lo consideraban tan insignificante que ni siquiera merecía que le dispararan una bala en la nuca? Acomodó la corona y se dijo que lo mejor sería esconderse en alguna parte y esperar nuevas instrucciones. Después de todo, el Jefe le había dicho que él sería el ojo de la patria en las puertas del infierno. Quizás esa noche en el Refugio alguien sentiría un poco de pena por él, aunque no estaba seguro. Cerca, dos viejos limpiaban un cantero y arrojaban flores marchitas en el cesto de la basura. Antes de irse Carré se agachó a despegar el chicle con las marcas de los dientes del cura. Lo envolvió en el pañuelo y juró sobre su propia tumba que no iba a descansar hasta encontrar al hombre que había profanado su última morada.


BIOGRAFÍA CRONOLÓGICA:



1943

Nace en Mar del Plata, el 6 de enero. Hijo de José Vicente Soriano –un catalán que había arribado a Argentina a los dos meses de vida- y doña Eugenia, nacida en Tandil, en la provincia de Buenos Aires. "Mi madre —escribió él— dice que fue un parto difícil, a las cuatro y veinte de la tarde de un día de verano. El sol rajaba la tierra".
1960

Ganó sus primeros pesos jugando al fútbol y nunca terminó el ciclo secundario. Muy joven comenzó a escribir cuentos. Va a vivir con su familia a Tandil. Allí comienza a trabajar como periodista en "El Eco".
1969

Se instala en Buenos Aires, más precisamente en una pensión sobre la Av. De Mayo, y comienza a trajinar las redacciones porteñas. Trabajará como periodista en medios gráficos (Primera Plana, Panorama, La Opinión y El Cronista Comercial) a la par de figuras como Tomás Eloy Martínez, Juan Gelman, Roberto Cossa, Rodolfo Walsh o Francisco Urondo.
1971

De todos los medios periodísticos en los que colaboró en la década del 70, siempre rescató su trabajo dentro del diario La Opinión. "Fue, en su mejor época, un diario de lujo para una élite de profesionales e intelectuales liberales o de izquierda", lo definía Soriano. Integrar el staff del diario de Jacobo Timerman era un motivo de orgullo profesional. En torno al medio se nucleaban reconocidos periodistas de Buenos Aires que tenían como objetivo hacer un periodismo diferente. Trabaja en La Opinión desde una semana antes de la aparición del primer número -en mayo de 1971-, hasta mediados de 1974.
1973

En La Opinión tenía a su cargo la sección "Historias de vida", que le dio la posibilidad de delinear su primera novela, -Triste, solitario y final-, y con ella un estilo propio impregnado por la narrativa periodística."Hay quien recuerda que, por esos años, Soriano se escabullía detrás de las columnas de mampostería de La Opinión para que ningún jefe obsesivo le encargara alguna nota. Pero muchos son los que recuerdan que las Historias de Vida, que escribía con placer y maestría, son verdaderas joyas de la historia del periodismo argentino del siglo XX, como la nota dedicada al caso Robledo Puch. La Opinión, que exageraba su sobriedad al extremo de no publicar noticias ‘policiales’, se encontraba en un aprieto: el joven Carlos Eduardo Robledo Puch había asesinado a por lo menos 11 personas y había cometido una treintena de atracos. Por ese entonces, Osvaldo Soriano estaba a cargo de la sección deportes, un puesto muy expectable para alguien tan futbolero como él, donde podía dar rienda suelta a su rigurosa erudición en la materia y a su desbordado entusiasmo de hincha. ‘Ganaba muy bien y había ideado, con Eduardo Rafael, un excelente método para trabajar poco y salteado’, recordaba Soriano. Pero Jacobo Timerman le pidió que escribiera ‘la mejor nota de Buenos Aires sobre el caso Robledo Puch’. Soriano contó cómo encaró periodísticamente la cuestión: ‘Opté por la reconstrucción de los hechos según todos los testimonios existentes hasta entonces. El artículo apareció en el suplemento cultural y me valió un cuantioso aumento de sueldo que el director me anunció personalmente’", escribió Sergio Marelli en un artículo sobre Literatura y Periodismo publicado en "etcéter@". Se edita "Triste, solitario y final", su primera novela. Será traducida a doce idiomas y obtendrá el Premio Casa de las Américas de Cuba. "La primera vez que leí ‘Triste, solitario y final’, recién regresado al país, en el `79, y la maravilla de descubrir que alguien se le animaba a la idea de meter en un paquete a Laurel & Hardy, a Philip Marlowe y a un escritor de apellido Soriano y conseguir lo que me pareció entonces y me sigue pareciendo ahora una obra maestra. La noche en que lo conocí, estimo, de una de las mejores maneras posibles de conocer a Osvaldo: hacerle una entrevista sobre Raymond Chandler y él parando la pelota -o descargando el revólver- para pedirme que le contara el libro que yo estaba escribiendo", escribió Rodrigo Fresán.
1976

Después del golpe de Estado, del 24 de marzo se traslada a Bélgica y, más tarde, a París donde vivirá hasta 1984.Junto a Julio Cortázar, Carlos Gabetta e Hipólito Solari Yrigoyen, fundó el periódico Sin Censura, donde se denunciaban las aberraciones y los crímenes perpetrados por los militares. "Durante muchos años fue colaborador del periódico italiano Il Manifesto, afín a sus convicciones ideológicas y profesionales. Esa fidelidad por los medios en los que elegía trabajar, le hizo rechazar los ofrecimientos que le acercaban los diarios más importantes de Italia por la venta masiva de sus libros, y porque había conseguido que los italianos se identificaran con el tono y los personajes de sus crónicas. Desconfiaba de los grandes medios porque creía que su ‘grandeza’ es proporcional a la de los intereses que defienden, siendo, en consecuencia, escasas las posibilidades de escribir con absoluta libertad de opinión. Escribía sobre asuntos del pueblo -frustraciones y sueños de la gente común, la alegría de quienes se juntan detrás de un nosotros para defender un ideal, y las oscuras lágrimas de los solitarios-, asuntos de escritores -como el terror a la página en blanco o el desfalco de los editores-, y enigmas de la historia que buscaba desentrañar con el convencimiento de que se podía rastrear en el pasado el origen de los males presentes", escribió Sergio Marelli en el citado artículo, publicado en "etcéter@".
1981Su novela "Cuarteles de invierno", es considerada la mejor novela extranjera del año en Italia, y será llevada dos veces al cine.El célebre escritor Italo Calvino, dirá de la obra de Soriano: "Humor negro, acción vertiginosa, diálogos apretados y chispeantes, un estilo rápido y seco, como el de un Hemingway heroicómico".
1983

En Buenos Aires, se estrena la película "No habrá más penas ni olvido", llevada al cine por Héctor Olivera basada en su novela homónima. El film gana el Oso de Plata en el festival de cine de Berlín. Se publican, en Buenos Aires, seis ediciones de su novela "Cuarteles de invierno"."En ‘No habrá más penas ni olvido’ y principalmente en ‘Cuarteles de invierno’ está todo lo que era el peronismo, con el amor que tuvo él siempre por la gente humilde que sufrió la persecución. Para mí ésa es la mejor cualidad de él como escritor, el habernos entregado esas dos obras sabias para que las generaciones posteriores conozcan lo que fue el peronismo", opinará Osvaldo Bayer.
1984

Regresa a Buenos Aires acompañado de su mujer, la francesa Catherine Brucher. Participó en dos proyectos que renovaron la prensa argentina en democracia: el semanario El Periodista -junto a Carlos Gabetta- y, posteriormente, el diario Página/12. Editorial Bruguera edita su libro "Artistas, locos y criminales".Trabaja como periodista en diversos medios gráficos."Sus libros no se parecen a lo que se llama literatura política, pero retrató al peronismo de los 70 como nadie en las letras del país, con un militante a cada lado de la escopeta. Tampoco era un periodista en el sentido convencional, y sin embargo estuvo en los dos proyectos que renovaron la prensa del país después del medio siglo de cerrojo militar y cultura del miedo: primero El Periodista, de donde se fue peleado bien al principio pero igual dejó su huella, y después Página/12, contra la que chivaba como todos los que la hacen y muchos de los que se resignan a leerla, pero a la que no aceptó dejar cuando lo tentaron de lugares más convenientes para su respetabilidad. Aquí fue uno de los que puso la pequeña dosis de humor vitriólico de los '70, indispensable para que las pompas de jabón de la Generación X se inflaran y volaran hasta donde pudiera verlas alguien más que los que soplaban. Su firma acompaña la de los otros 23 fundadores de Periodistas, la Asociación para la Defensa del Periodismo Independiente", escribió Horacio Verbitsky.
1988

Se edita "Rebeldes, soñadores y fugitivos", colecciones de textos e historias de vida. El mismo año se publica "A sus plantas rendido un león", una novela de gran éxito editorial.
1990

Se publica en Buenos Aires su novela "Una sombra ya pronto serás".
1992

Se publica, en Buenos Aires, su libro "El ojo de la patria".
1993

Se publica "Cuentos de los años felices", historias cortas, la mayoría de las cuales aparecieron en el periódico Página/12, del cual Soriano es asiduo colaborador. Recibe, en Italia, el Premio Raymond Chandler Aiwar.
1994

"Una sombra ya pronto serás" es llevada al cine en Argentina, por Héctor Olivera.Sus novelas fueron editadas en veinte países y traducidas a más 15 idiomas (inglés, francés, italiano, alemán, portugués, sueco, noruego, holandés, griego, polaco, húngaro, checo, hebreo, danés y ruso). Recibe el Diploma al Mérito en Letras otorgado por la Fundación Kónex.
1995

Se edita en Buenos Aires "La hora sin sombra".
1997

.Muere el 29 de enero en Buenos Aires."Osvaldo Soriano era uno de los mejores narradores argentinos de esta segunda mitad del siglo. Un grande, como Arlt y como Cortázar, que fundó su propio lenguaje y su propio reino de imaginación. Pocos narradores eran tan famosos -y con justicia- como él fuera de la Argentina. Y sin embargo se fue, como corresponde a un argentino cabal, sin haber recibido nunca ninguno de los numerosos premios oficiales o institucionales que este país concede a otros con menos obra, menos talento y menos grandeza creadora", escribirá Tomás Eloy Martínez.Luego de su muerte se edita "Piratas, fantasmas y dinosaurios" (Editorial Norma). "De tanto en tanto me gusta publicar un libro que reúna ficciones y artículos. Al armarlo como un rompecabezas me pregunto si este o aquel texto debe ir al comienzo o al final. Después, todo es bastante arbitrario y caótico- los cuentos se mezclan con los homenajes, las evocaciones con los apuntes y las narraciones con las historias de fútbol. Así me gusta leerlos a mi y mientras los reviso y los corrijo pienso que son fragmentos de los instantes más felices de mi vida", escribió en el prólogo el propio Soriano. Se reeditan: "A sus plantas rendido un león", "El ojo de la patria" y "Futbol. Memorias de Mister Peregrino Fernández y otros relatos" (Editorial Mondadori, 2002); "Una sombra ya pronto serás" (Grijalbo, 2002); "Una sombra ya pronto serás", "No habrá más penas ni olvidos", "A sus plantas rendido un león", "Triste solitario y final", "Cuarteles de invierno" (Seix Barral, 2003). Y en 2004: "El ojo de la patria", "La hora sin sombra", "Artistas, locos y criminales" y una nueva edición de "Triste, solitario y final". Seix Barral edita en 2006, "Arqueros, Ilusionistas y Goleadores".
2007

Con motivo del 10º aniversario de su muerte, el gobierno porteño destina un espacio dentro del Cementerio de la Chacarita para el nuevo emplazamiento de los restos de Osvaldo Soriano, sepulcro que queda inaugurado el lunes 29 de enero.


Fuentes: Literatura latinoamericana contemporánea. Educar.org. Audiovideoteca de Buenos Aires, del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires.

Melan.