[...]
Pero con la llegada de Celina Blech (cuando las vacaciones del árbol se acabaron) algo empezó a cambiar. Celina también había leído Los capitanes de la arena y cantaba El ejército del Ebro pero además tenía una virtud de la que Leonora y yo carecíamos: podía decir sin vacilación quién era un revolucionario y quién un reaccionario. ¿Heráclito?, decía, Heráclito es un revolucionario; y que Berkeley era, sin ninguna duda, un hombre de la reacción. Resultaba admirable escucharla: de pie junto al banco, flanqueada por niñas que se santiguaban antes de dar la lección e iban con sus madres al baile del club cada sábado, y por niñas que ni se santiguaban ni llevaban al baile a sus madres pero tampoco parecían impresionarse por el poder revolucionario de Heráclito, y ante el profesor de Filosofía, miembro activo de la Acción Católica, tenía el coraje de liquidar de un plumazo a Berkeley por su incapacidad notoria de hacer la revolución. Hija de un lírico zapatero comunista de la vieja guardia, actuaba con la seguridad de quien sabe desde siempre hacia dónde va el mundo y quién lo mueve. Fue ella quien nos inició en la lectura de Marx –cómo olvidar el salto del corazón, la alborozada certeza (también para mí) de que el mundo marchaba hacia un derrotero feliz, cuando leí por primera vez que un fantasma recorre Europa–, y cada semana, disimulada en un paquetito insospechable, nos traía la revista de la Juventud. Nunca hizo valer sobre Leonora y sobre mí su superioridad –era bonachona, solidaria, y no estaba muy dotada para el rock and roll que, pese al ejército del Ebro rumbalabumbalabumbambá que una noche lo cruzó ay Carmelá, Leonora y yo seguíamos bailando con frenesí en los asaltos de los sábados– pero igual esa superioridad estaba ahí, latente, y pronto se iba a poner de manifiesto. En todo lo demás éramos similares: las tres amábamos a Echeverría y despreciábamos a Saavedra, las tres vibrábamos con los versos de Nicolás Guillén, las tres declarábamos, con brío de republicanas en el instante mismo de una victoria, que a las tropas invasoras rumbalabumbalabumbambá buena paliza les dio ay Carmelá. Así cantábamos y asi éramos aquel invierno de mil novecientos cincuenta y ocho, cuando, en nuestra tranquila Escuela Normal del barrio de Almagro, irrumpió la Historia. Después aprenderíamos que estaba desde antes, que, sin saberlo, la habíamos ido registrando entre los pequeños acontecimientos que urdían nuestra memoria personal. Desordenadamente y sin signo –o con un signo fortuito– yo guardaba la mañana de segundo grado en que nos hicieron salir temprano del colegio porque un general había querido sacar a Perón (a quien yo imaginaba eterno y omnipresente ya que él estaba en el mundo cuando nací y ya que mi madre me había prohibido pronunciar su nombre en vano); la leyenda Libertad a los Rosenberg, leída, con las primeras letras, en paredes de calles olvidadas; el escándalo de unos primos mayores ante la frase Alpargatas sí, libros no; la voz ronca de un canillita voceando Guerra en Corea; una secreta e incomunicable envidia cuando en el noticiero del cine, como enanos dichosos, chicos que no eran yo circulaban en autitos por la Ciudad Infantil; cierta incredulidad inaugural ante la muerte el día en que la aviación bombardeó Plaza de Mayo; una emoción casi literaria al enterarme de que unos hombres, en un lugar oculto llamado Sierra Maestra, se preparaban para liberar a Cuba –país remoto del que sobre todo conocía El manisero y las festivas caderas de Blanquita Amaro–; la cara rencorosa o desolada de unos albañiles una mañana de fin de septiembre de mil novecientos cincuenta y cinco. Fragmentos recortados al azar que se me entreveraban con los equilibristas alemanes del Obelisco, con un descuartizador llamado Burgos que había desparramado las porciones de su novia por toda Buenos Aires, con una chica de nueve años que se ahogó en Campana y que podía verse, en el momento preciso en que pierde pie, ferozmente dibujada en una página de La Razón. Retazos de algo cuya figura final parecía –sigue siendo– imposible. Y conoceríamos también la sensación vertiginosa de concebirnos sumergidos en la Historia. Porque lo real, un día cercano, estaría formulado de tal modo que todo –lo que se dice todo– lo que ocurriera sobre la Tierra nos estaría pasando a nosotros. Nuestra sería la Revolución Cubana y nuestra la guerra en Vietnam; la enemistad chinosoviética y los ecos lejanos de hombres que en América o en África o en cada agobiado rincón del planeta levantaban la cabeza serían asunto nuestro. Íbamos fugazmente a conocer el sentido de nuestras vidas. E íbamos a vivir con el sobresalto –y el extraño sosiego– de haber decidido que el mundo no podía prescindir de nuestros actos. Pero ese fin del invierno del cincuenta y ocho en que alumnas correctas recitaban la lección de Astolfi y nosotras cantábamos que nada pueden bombas rumbalabumbalabumbambá donde sobra corazón ay Carmelá, ese septiembre del cincuenta y ocho la Historia vino a Mahoma: levantó a las universidades, sacudió al país entero, entró por primera vez en los colegios y, en la apacible Escuela Normal con su patio de glicinas, no dejó piedra sobre piedra. Me pregunto ahora si no habrá sido un don, una dádiva cuya excepcionalidad desconocíamos: tener quince años y una causa arrasadora. Todo parecía nítido en ese final del invierno y en la primavera que lo siguió: el pueblo de un lado, detrás de una meta tan cristalina como la educación popular; el gobierno del otro, aliado al poder eclesiástico para imponer una enseñanza dogmática y elitista. No importa si los motivos de unos y otros fueron menos transparentes. A los quince años, bajo las glicinas a punto de florecer y a la luz de un lema que parecía condensar todo lo bueno y todo lo malo que es posible para la especie –laica o libre, decíamos seguros de que estábamos abarcando el Universo–, creímos verificar para siempre palabras leídas con unción: la causa del pueblo es la causa justa, toda causa justa conduce a la victoria, nosotros tenemos un papel que cumplir en ese camino a la victoria. La embriaguez de la lucha sumándose a la del vino dorado de la adolescencia, ¿no fue esa nuestra piedra de toque, la impronta que nos marcó? Miro a mi alrededor en esta noche especialmente negra de mil novecientos setenta y seis en que sólo alcanzo a ver muerte y carne devastada, y sin embargo sigo tecleando con empecinamiento estas palabras tal vez porque no puedo arrancarme del corazón la esperanza. Porque una vez que uno ha probado tempranamente ese vino ya no puede, ya no quiere renunciar a él. Noto que me he perdido en la melancolía pero no era de eso de lo que quería hablar. O no era así. Quería hablar de ciertas dificultades domésticas. Quedamos en que tres fuimos el numen, tres la vanguardia, y nos tocaba nada menos que soliviantar a un amable grupo de futuras maestras normales que no habían pedido ser soliviantadas y que, más que a otra cosa, aspiraban al matrimonio. No fue fácil. De mí sé decir que me hice violencia para arengar a esas jóvenes masas y convocarlas a la huelga. Cerraba los ojos del alma y me tiraba de cabeza en el fárrago de mi prosa. Sólo así era capaz de cumplir con el imperativo. Porque si un solo momento me detenía a reflexionar corría el riesgo de recalar en una conclusión que me enmudecería: yo no tenía fe en que mis palabras pudieran cambiar una sola de esas cabezas que apuntaban hacia mí con distante curiosidad. 0 sea que mi futuro en la política era dudoso. En cambio Leonora... Ese septiembre se nos reveló como una Pasionaria de guardapolvo blanco. Hablaba y la Argentina era una rosa ardiente que clamaba justicia. ¿Cómo no seguirla? Tras el imán de sus palabras las recitadoras de Astolfi, las santiguantes y las blasfemas, las vírgenes y las desfloradas aceptaban plegarse a la huelga. Hasta las recalcitrantes mostraban la hilacha: encendidas de pasión reaccionaria levantaban como una bandera su fe en la Iglesia y su repugnancia por lo popular. Nadie permanecía indiferente cuando Leonora hablaba. En el aula que por años había cobijado pequeñas ilusiones privadas la conciencia política crecía como una flor nueva. No sólo estaba desafiando a las autoridades del colegio (la expulsaron a fin de año, pese a su promedio sobresaliente). Su padre, a quien ella amaba –y de quien yo en secreto añoré que fuera mi padre–, el brillante profesor Ordaz, antiguo idealista, locuaz defensor de la escuela pública y amigo de escritores, era funcionario del gobierno que traicionaba así (y de otros modos) los sueños de sus votantes. Oponerse a un designio gubernamental era enfrentar a su padre. Pero eso lo sabía sólo yo. Las demás veían lo que veían: una alta adolescente con cara de gitana. Y tal vez creían menos en sus palabras –palabras adquiridas que sabía hacer suyas sin esfuerzo– que en la voz categórica y vibrante que las pronunciaba. Así que fue Leonora la artífice de eso inusual que se registró en la escuela de las glicinas. Pero las hilos los manejaba Celina. En reuniones secretas con las pocas jóvenes comunistas del colegio acordaban políticas que –aprendimos– venían de un mandato superior. Nosotras dos éramos sus aliadas en el llano, las amigas de confianza; por algo nos había enseñado una confidencial última estrofa que entonábamos en voz baja saboreando el néctar de la rebelión: y si a Franco no le gusta rumbalabumbalabumbambá la bandera tricolor ay Carmelá, le daremos una roja rumbalabumbalabumbambá con el martillo y la hoz, ay Carmelá. Pero en las decisiones no interveníamos. No puedo decir que esa prescindencia me inquietara. Ya dije que tempranamente –y no sin conflicto– acepté que mi destino no era la política. Por otra parte, tenía en la pared de mi pieza Los tres músicos de Picasso, en mi corazón la melancolía de ser la boina gris y el corazón en calma, y amaba la ruda nobleza del herrero Maciste y los versos de Tuñón: el comunismo me acunaba, no opuse resistencia a que decidiese por mí. Leonora, en cambio, no era de las que se dejaban acunar. Poco tiempo después de ese septiembre me dijo que tenía que contarme un secreto. Aún debía durar la primavera porque el recuerdo se me entrevera con un perfume, y con una conciencia tan intensa de estar viva que es casi dolorosa. Me había pasado el brazo por el hombro y, como tantas otras veces, empezámos a caminar por la plaza Almagro. Gesto habitual ese de tenerme así abrazada, seguramente mandado por los diez centímetros que me llevaba y por cierta actitud matriarcal que tuvo siempre. A las dos nos gustaba –o ahora creo que a las dos nos gustaba– caminar así, como si sentir el cuerpo de la otra contra el propio cuerpo nos hiciera fuertes para sostener leyes universales que solíamos inventar ahí mismo, mientras caminábamos, y que tendían a eliminar de la Tierra la estupidez, la injusticia y la desdicha. La de las leyes solía ser yo, bastante propensa a inventar teorías para todo, aunque demasiado tímida o arrebatada para convencer a alguien que me conociese menos que Leonora; así que era ella y no yo la encargada de usar esos argumentos a la hora de las discusiones. Pero esa tarde no hubo ni argumentos ni teorías. Hubo una confidencia que me sacudió. Pensé mucho en su decisión esa temporada. Tal vez ahora mismo pienso en ella, y ésa y no otra es la razón de que escriba estas palabras. –Tengo que contarte un secreto –me dijo Leonora mientras caminábamos abrazadas–. Me afilié a la Juventud. Su militancia no cambió las cosas entre nosotras al menos hasta que conoció a Fernando. Nos contamos otros secretos y, en el viaje de egresadas (pese a la expulsión todas, hasta sus adversarias, quisieron que viajara con nosotras) escandalizamos a las otras flamantes maestras normales como se advierte en las fotos. Pero sin duda algo pareció cambiar en Celina Blech, cuyo saber sobre Berkeley me deslumbraba menos: Leonora me había prestado Los elementos de Filosofía, de Politzer, y ahi estaban todos: Berkeley, y Heráclito, y Kant, y Locke, y Aristóteles, y Descartes, definiéndose inequívocamente a favor o en contra de la revolución. A Celina la encontré el año pasado. Me contó que tenía un cargo importante en una multinacional –es ingeniera química– y que estaba a punto de irse a trabajar a Canadá. No soporto esta violencia, me dijo, y hablamos sobre la ferocidad de la Triple A y sobre la locura que, en la desesperada, estaban mostrando los montoneros. Lo malo no es el miedo a la muerte, me dijo; lo malo es que ahora ni siquiera sé de qué lado me puede llegar el tiro. Le pregunté si todavía estaba en el Partido. Sonrió condescendiente, como quien hace tiempo ha perdonado a la muchacha que fue. Me preguntó por Leonora. Le dije que no sabía dónde estaba y no mentía, ¿acaso podía saber por dónde andaba en ese amenazante invierno de mil novecientos setenta y cinco?
Pero con la llegada de Celina Blech (cuando las vacaciones del árbol se acabaron) algo empezó a cambiar. Celina también había leído Los capitanes de la arena y cantaba El ejército del Ebro pero además tenía una virtud de la que Leonora y yo carecíamos: podía decir sin vacilación quién era un revolucionario y quién un reaccionario. ¿Heráclito?, decía, Heráclito es un revolucionario; y que Berkeley era, sin ninguna duda, un hombre de la reacción. Resultaba admirable escucharla: de pie junto al banco, flanqueada por niñas que se santiguaban antes de dar la lección e iban con sus madres al baile del club cada sábado, y por niñas que ni se santiguaban ni llevaban al baile a sus madres pero tampoco parecían impresionarse por el poder revolucionario de Heráclito, y ante el profesor de Filosofía, miembro activo de la Acción Católica, tenía el coraje de liquidar de un plumazo a Berkeley por su incapacidad notoria de hacer la revolución. Hija de un lírico zapatero comunista de la vieja guardia, actuaba con la seguridad de quien sabe desde siempre hacia dónde va el mundo y quién lo mueve. Fue ella quien nos inició en la lectura de Marx –cómo olvidar el salto del corazón, la alborozada certeza (también para mí) de que el mundo marchaba hacia un derrotero feliz, cuando leí por primera vez que un fantasma recorre Europa–, y cada semana, disimulada en un paquetito insospechable, nos traía la revista de la Juventud. Nunca hizo valer sobre Leonora y sobre mí su superioridad –era bonachona, solidaria, y no estaba muy dotada para el rock and roll que, pese al ejército del Ebro rumbalabumbalabumbambá que una noche lo cruzó ay Carmelá, Leonora y yo seguíamos bailando con frenesí en los asaltos de los sábados– pero igual esa superioridad estaba ahí, latente, y pronto se iba a poner de manifiesto. En todo lo demás éramos similares: las tres amábamos a Echeverría y despreciábamos a Saavedra, las tres vibrábamos con los versos de Nicolás Guillén, las tres declarábamos, con brío de republicanas en el instante mismo de una victoria, que a las tropas invasoras rumbalabumbalabumbambá buena paliza les dio ay Carmelá. Así cantábamos y asi éramos aquel invierno de mil novecientos cincuenta y ocho, cuando, en nuestra tranquila Escuela Normal del barrio de Almagro, irrumpió la Historia. Después aprenderíamos que estaba desde antes, que, sin saberlo, la habíamos ido registrando entre los pequeños acontecimientos que urdían nuestra memoria personal. Desordenadamente y sin signo –o con un signo fortuito– yo guardaba la mañana de segundo grado en que nos hicieron salir temprano del colegio porque un general había querido sacar a Perón (a quien yo imaginaba eterno y omnipresente ya que él estaba en el mundo cuando nací y ya que mi madre me había prohibido pronunciar su nombre en vano); la leyenda Libertad a los Rosenberg, leída, con las primeras letras, en paredes de calles olvidadas; el escándalo de unos primos mayores ante la frase Alpargatas sí, libros no; la voz ronca de un canillita voceando Guerra en Corea; una secreta e incomunicable envidia cuando en el noticiero del cine, como enanos dichosos, chicos que no eran yo circulaban en autitos por la Ciudad Infantil; cierta incredulidad inaugural ante la muerte el día en que la aviación bombardeó Plaza de Mayo; una emoción casi literaria al enterarme de que unos hombres, en un lugar oculto llamado Sierra Maestra, se preparaban para liberar a Cuba –país remoto del que sobre todo conocía El manisero y las festivas caderas de Blanquita Amaro–; la cara rencorosa o desolada de unos albañiles una mañana de fin de septiembre de mil novecientos cincuenta y cinco. Fragmentos recortados al azar que se me entreveraban con los equilibristas alemanes del Obelisco, con un descuartizador llamado Burgos que había desparramado las porciones de su novia por toda Buenos Aires, con una chica de nueve años que se ahogó en Campana y que podía verse, en el momento preciso en que pierde pie, ferozmente dibujada en una página de La Razón. Retazos de algo cuya figura final parecía –sigue siendo– imposible. Y conoceríamos también la sensación vertiginosa de concebirnos sumergidos en la Historia. Porque lo real, un día cercano, estaría formulado de tal modo que todo –lo que se dice todo– lo que ocurriera sobre la Tierra nos estaría pasando a nosotros. Nuestra sería la Revolución Cubana y nuestra la guerra en Vietnam; la enemistad chinosoviética y los ecos lejanos de hombres que en América o en África o en cada agobiado rincón del planeta levantaban la cabeza serían asunto nuestro. Íbamos fugazmente a conocer el sentido de nuestras vidas. E íbamos a vivir con el sobresalto –y el extraño sosiego– de haber decidido que el mundo no podía prescindir de nuestros actos. Pero ese fin del invierno del cincuenta y ocho en que alumnas correctas recitaban la lección de Astolfi y nosotras cantábamos que nada pueden bombas rumbalabumbalabumbambá donde sobra corazón ay Carmelá, ese septiembre del cincuenta y ocho la Historia vino a Mahoma: levantó a las universidades, sacudió al país entero, entró por primera vez en los colegios y, en la apacible Escuela Normal con su patio de glicinas, no dejó piedra sobre piedra. Me pregunto ahora si no habrá sido un don, una dádiva cuya excepcionalidad desconocíamos: tener quince años y una causa arrasadora. Todo parecía nítido en ese final del invierno y en la primavera que lo siguió: el pueblo de un lado, detrás de una meta tan cristalina como la educación popular; el gobierno del otro, aliado al poder eclesiástico para imponer una enseñanza dogmática y elitista. No importa si los motivos de unos y otros fueron menos transparentes. A los quince años, bajo las glicinas a punto de florecer y a la luz de un lema que parecía condensar todo lo bueno y todo lo malo que es posible para la especie –laica o libre, decíamos seguros de que estábamos abarcando el Universo–, creímos verificar para siempre palabras leídas con unción: la causa del pueblo es la causa justa, toda causa justa conduce a la victoria, nosotros tenemos un papel que cumplir en ese camino a la victoria. La embriaguez de la lucha sumándose a la del vino dorado de la adolescencia, ¿no fue esa nuestra piedra de toque, la impronta que nos marcó? Miro a mi alrededor en esta noche especialmente negra de mil novecientos setenta y seis en que sólo alcanzo a ver muerte y carne devastada, y sin embargo sigo tecleando con empecinamiento estas palabras tal vez porque no puedo arrancarme del corazón la esperanza. Porque una vez que uno ha probado tempranamente ese vino ya no puede, ya no quiere renunciar a él. Noto que me he perdido en la melancolía pero no era de eso de lo que quería hablar. O no era así. Quería hablar de ciertas dificultades domésticas. Quedamos en que tres fuimos el numen, tres la vanguardia, y nos tocaba nada menos que soliviantar a un amable grupo de futuras maestras normales que no habían pedido ser soliviantadas y que, más que a otra cosa, aspiraban al matrimonio. No fue fácil. De mí sé decir que me hice violencia para arengar a esas jóvenes masas y convocarlas a la huelga. Cerraba los ojos del alma y me tiraba de cabeza en el fárrago de mi prosa. Sólo así era capaz de cumplir con el imperativo. Porque si un solo momento me detenía a reflexionar corría el riesgo de recalar en una conclusión que me enmudecería: yo no tenía fe en que mis palabras pudieran cambiar una sola de esas cabezas que apuntaban hacia mí con distante curiosidad. 0 sea que mi futuro en la política era dudoso. En cambio Leonora... Ese septiembre se nos reveló como una Pasionaria de guardapolvo blanco. Hablaba y la Argentina era una rosa ardiente que clamaba justicia. ¿Cómo no seguirla? Tras el imán de sus palabras las recitadoras de Astolfi, las santiguantes y las blasfemas, las vírgenes y las desfloradas aceptaban plegarse a la huelga. Hasta las recalcitrantes mostraban la hilacha: encendidas de pasión reaccionaria levantaban como una bandera su fe en la Iglesia y su repugnancia por lo popular. Nadie permanecía indiferente cuando Leonora hablaba. En el aula que por años había cobijado pequeñas ilusiones privadas la conciencia política crecía como una flor nueva. No sólo estaba desafiando a las autoridades del colegio (la expulsaron a fin de año, pese a su promedio sobresaliente). Su padre, a quien ella amaba –y de quien yo en secreto añoré que fuera mi padre–, el brillante profesor Ordaz, antiguo idealista, locuaz defensor de la escuela pública y amigo de escritores, era funcionario del gobierno que traicionaba así (y de otros modos) los sueños de sus votantes. Oponerse a un designio gubernamental era enfrentar a su padre. Pero eso lo sabía sólo yo. Las demás veían lo que veían: una alta adolescente con cara de gitana. Y tal vez creían menos en sus palabras –palabras adquiridas que sabía hacer suyas sin esfuerzo– que en la voz categórica y vibrante que las pronunciaba. Así que fue Leonora la artífice de eso inusual que se registró en la escuela de las glicinas. Pero las hilos los manejaba Celina. En reuniones secretas con las pocas jóvenes comunistas del colegio acordaban políticas que –aprendimos– venían de un mandato superior. Nosotras dos éramos sus aliadas en el llano, las amigas de confianza; por algo nos había enseñado una confidencial última estrofa que entonábamos en voz baja saboreando el néctar de la rebelión: y si a Franco no le gusta rumbalabumbalabumbambá la bandera tricolor ay Carmelá, le daremos una roja rumbalabumbalabumbambá con el martillo y la hoz, ay Carmelá. Pero en las decisiones no interveníamos. No puedo decir que esa prescindencia me inquietara. Ya dije que tempranamente –y no sin conflicto– acepté que mi destino no era la política. Por otra parte, tenía en la pared de mi pieza Los tres músicos de Picasso, en mi corazón la melancolía de ser la boina gris y el corazón en calma, y amaba la ruda nobleza del herrero Maciste y los versos de Tuñón: el comunismo me acunaba, no opuse resistencia a que decidiese por mí. Leonora, en cambio, no era de las que se dejaban acunar. Poco tiempo después de ese septiembre me dijo que tenía que contarme un secreto. Aún debía durar la primavera porque el recuerdo se me entrevera con un perfume, y con una conciencia tan intensa de estar viva que es casi dolorosa. Me había pasado el brazo por el hombro y, como tantas otras veces, empezámos a caminar por la plaza Almagro. Gesto habitual ese de tenerme así abrazada, seguramente mandado por los diez centímetros que me llevaba y por cierta actitud matriarcal que tuvo siempre. A las dos nos gustaba –o ahora creo que a las dos nos gustaba– caminar así, como si sentir el cuerpo de la otra contra el propio cuerpo nos hiciera fuertes para sostener leyes universales que solíamos inventar ahí mismo, mientras caminábamos, y que tendían a eliminar de la Tierra la estupidez, la injusticia y la desdicha. La de las leyes solía ser yo, bastante propensa a inventar teorías para todo, aunque demasiado tímida o arrebatada para convencer a alguien que me conociese menos que Leonora; así que era ella y no yo la encargada de usar esos argumentos a la hora de las discusiones. Pero esa tarde no hubo ni argumentos ni teorías. Hubo una confidencia que me sacudió. Pensé mucho en su decisión esa temporada. Tal vez ahora mismo pienso en ella, y ésa y no otra es la razón de que escriba estas palabras. –Tengo que contarte un secreto –me dijo Leonora mientras caminábamos abrazadas–. Me afilié a la Juventud. Su militancia no cambió las cosas entre nosotras al menos hasta que conoció a Fernando. Nos contamos otros secretos y, en el viaje de egresadas (pese a la expulsión todas, hasta sus adversarias, quisieron que viajara con nosotras) escandalizamos a las otras flamantes maestras normales como se advierte en las fotos. Pero sin duda algo pareció cambiar en Celina Blech, cuyo saber sobre Berkeley me deslumbraba menos: Leonora me había prestado Los elementos de Filosofía, de Politzer, y ahi estaban todos: Berkeley, y Heráclito, y Kant, y Locke, y Aristóteles, y Descartes, definiéndose inequívocamente a favor o en contra de la revolución. A Celina la encontré el año pasado. Me contó que tenía un cargo importante en una multinacional –es ingeniera química– y que estaba a punto de irse a trabajar a Canadá. No soporto esta violencia, me dijo, y hablamos sobre la ferocidad de la Triple A y sobre la locura que, en la desesperada, estaban mostrando los montoneros. Lo malo no es el miedo a la muerte, me dijo; lo malo es que ahora ni siquiera sé de qué lado me puede llegar el tiro. Le pregunté si todavía estaba en el Partido. Sonrió condescendiente, como quien hace tiempo ha perdonado a la muchacha que fue. Me preguntó por Leonora. Le dije que no sabía dónde estaba y no mentía, ¿acaso podía saber por dónde andaba en ese amenazante invierno de mil novecientos setenta y cinco?
BIOGRAFÍA CRONOLÓGICA.
1943
Nace en Buenos Aires, Argentina, el 9 de febrero.
1959
Termina el colegio secundario y aprueba el ingreso a la Facultad de Ciencias Exactas, de la Universidad de Buenos Aires, para estudiar física.Comienza a colaborar en la revista literaria "El grillo de papel", dirigida por el escritor Abelardo Castillo, quien se convertirá en uno de sus mejores amigos."Nunca había visto un escritor ni en foto y no tenía ni la más remota idea de lo que era una revista literaria pero, por alguna razón que desconozco, estaba convencida de que si uno escribe tiene que trabajar en una revista literaria. Deseché unas cuantas hasta que, por fin, en la librería Galatea, descubrí el primer número de ’El Grillo de Papel’. Leí el editorial y decidí que ésa era mi revista. Mandé un poema y una carta. Me llamó uno de los directores, Castillo (que en ese momento tenía un solo cuento publicado); me dijo que el poema era pésimo pero que era buena literatura", recordará Heker en una entrevista publicada en "Capítulo. La historia de la literatura argentina", Nº 132, Centro Editor de América Latina, Buenos Aires, 1982.
1960
Su primer cuento "Los juegos" aparece publicado en la revista "El grillo de papel". Desde el mes de octubre, es secretaria de redacción de la revista. Ese mismo año, el gobierno de Arturo Frondizi prohíbe la publicación.
1961
Hacia el mes de mayo, dirige y funda con Abelardo Castillo, "El Escarabajo de Oro". Allí se desempeña como secretaria de redacción hasta 1963, y como subdirectora hasta su último número (en 1974). La revista apuntó a una fuerte proyección latinoamericana y fue considerada una de las más representativas de la generación del 60. Formaron parte de su Consejo de colaboradores: Julio Cortázar, Carlos Fuentes, Miguel Angel Asturias, Augusto Roa Bastos, Juan Goytisolo, Félix Grande, Ernesto Sábato, Roberto Fernández Retamar, Beatriz Guido, Dalmiro Sáenz, entre otros. Allí publicaron sus primeros textos Ricardo Piglia, Humberto Constantini, Miguel Briante, Jorge Asís, Alejandra Pizarnik, Haroldo Conti y la propia Liliana Heker.
1964
Abandona la carrera de Física."El desencadenante para que abandonara la física fue mi imposibilidad, casi metafísica, de armar un complicadísimo circuito electrónico, requisito imprescindible para aprobar electrónica. El motivo real del abandono: desde que había empezado la carrera, cuatro años atrás, yo estaba decididamente tironeada por la escritura. En 1964, con mi primer libro de cuentos casi terminado y un quehacer continuo y consistente en El escarabajo de oro, me sentí lo suficientemente definida en el campo de la literatura como para dejar la física", señalará Heker.
1966
En el mes de julio, la Editorial Jorge Álvarez, de Buenos Aires, publica "Los que vieron la zarza", libro de cuentos que obtiene la mención única del Concurso Hispanoamericano de Literatura de Casa de las Américas de Cuba. "Había empezado a escribir el cuento ’Los que vieron la zarza’ cuando me di cuenta de que estaba abordando un tema que me quedaba grande (yo tenía veinte años) y que, sin embargo, era mi tema. Para mi historia personal, yo soy escritora a partir de ese cuento. Por lo que significó para mi como exigencia formal y como exigencia ética", contará en la entrevista publicada en "Capítulo. La historia de la literatura argentina", Nº 132, Centro Editor de América Latina, Buenos Aires, 1982.
1967
Recibe la Faja de Honor otorgada por la Sociedad Argentina de Escritores (SADE).
1972
El Centro Editor de América Latina publica el libro de cuentos "Acuario" en la Colección Narradores de Hoy (Buenos Aires).
1976
Es codirectora y cofundadora, junto con Abelardo Castillo y Sylvia Iparraguirre, de "El Ornitorrinco". La revista, que aparecerá hasta 1985, es considerada una de las publicaciones más importantes en el campo de la resistencia cultural a la dictadura militar instaurada el 24 de marzo."’El Ornitorrinco’ siempre fue una revista de literatura, no militante, pero que se ubicaba en la izquierda. Con la llegada de la dictadura, prácticamente no hubo cambios, y se transformó incluso en un espacio más significativo, porque los escritores jóvenes no tenían dónde publicar. Allí pudimos generar ciertos debates culturales, desarrollar ideas y permitir la publicación de autores que no aparecían en otros medios, incluso reproducir listas de desaparecidos. No digo que fueran acontecimientos grandiosos, pero hacíamos lo que podíamos para mantener una red cultural. Creo que para un intelectual, una persona lúcida, no hay coartadas. No puede decir ’a mí me prohíben hablar’: se trata de hablar y ver hasta dónde se puede avanzar, porque si no, no tiene sentido aquello en lo que creemos. Si ni siquiera podemos defender la dignidad o la vida de los hombres, no entiendo para qué escribimos", señalará en la entrevista publicada por la revista Puentes, Nº 4, de julio 2001, La Plata, Argentina.
1977
Se publica "Un resplandor que se apagó en el mundo" en Editorial Sudamericana (Buenos Aires)
1978
Empieza a coordinar un taller de técnica narrativa.
1980
Coordina y prologa "Diálogos sobre la vida y la muerte", libro de reportajes a los escritores argentinos Jorge Luis Borges y a Abelardo Castillo, entre otros (Grupo Editor de Buenos Aires).Desde las páginas de "El Ornitorrinco" mantiene una polémica con Julio Cortázar acerca de la naturaleza del compromiso intelectual y político."Empecé a dar talleres en el ’78 en el teatro IFT, que era de izquierda. Era impresionante la cantidad de gente que venía y ahí surgen los talleres como fenómeno, porque en la dictadura funcionaron como pequeños ámbitos de libertad donde se podía leer y por ejemplo, se podía hablar de Freud, que afuera estaba prohibido. En ese sentido no solo la literatura sino la cultura mantuvo encendida cierto sustrato cultural. Por eso yo discutía con Julio Cortázar sobre ese aniquilamiento de la cultura que él veía desde Europa; no era cierto. Acá eso de alguna manera seguía actuando. Sólo que no era visible en el exterior. Como yo estaba acá y sacaba una revista y sabía hasta donde se podía hablar, no puedo proyectarme hacia atrás en conductas heroicas..., sin duda en ese momento no vi más conducta de la que tuve. Ni me callé, ni modifiqué mi ideología, ni cambié nada de lo que había hecho hasta ese momento. Durante la dictadura hice lo que creí que debía hacer", dirá en la entrevista publicada en la revista Puentes, antes citada.
1982
Editorial de Belgrano, de Buenos Aires, publica el libro de cuentos "Las peras del mal".
1984
El 18 de julio comienza a convivir con Ernesto Imas, con quien se casará siete años más tarde.
1986
La novela "Zona de Clivaje", publicada por Editorial Legasa, obtiene el Primer Premio Municipal de Novela (Buenos Aires).
1991
La editorial Alfaguara reúne la totalidad de sus cuentos en el volumen "Los bordes de lo real".El 14 de agosto se casa con Ernesto Imas.
1994
Recibe el premio de la Fundación Kónex de Buenos Aires, "Diploma al Mérito", en el rubro "Cuento: quinquenio 1989-1993".1996Se edita en Buenos Aires la novela, "El fin de la Historia", publicada por la editorial Alfaguara."Creo que ningún texto mío me dio tanto trabajo, y que con ninguno me he sentido tan libre. Como si algo –¿tal vez mi desesperación por narrar todo lo que pretendía sin caer en un mamotreto de seiscientas paginas?– me compeliese a cruzar ciertas fronteras dentro de las cuales, hasta ese momento, me había manejado con alguna seguridad [...] Descubrir como se cuenta aquello que, hasta ayer, había aparecido como caótico y confuso constituye una alegría difícil de comunicar", señala Heker en una entrevista publicada en el diario La Nación, el 8 de agosto de 1996.
1999
Muchos de sus trabajos críticos son recopilados en el libro "Las hermanas de Shakespeare", publicado en Buenos Aires por la editorial Alfaguara.
2000
Se reedita en Buenos Aires su libro "Diálogos sobre la vida y la muerte", que incluye una entrevista a Jorge Luis Borges (editorial Aguilar).
2001
Editorial Alfaguara publica su libro de relatos "La crueldad de la vida"."– ’La crueldad de la vida’, el título de su nuevo libro, es un frase melodramática, ¿¿Qué aspectos del melodrama le interesa rescatar para su ficción?– No es que rescate en particular el melodrama, ni tampoco me interesa eso de que sea tomado como un género de mujeres. Trabajo muchísimo mi literatura y, en última instancia, si tomo situaciones melodramáticas es porque creo (y eso es algo que se sostiene en uno de mis cuentos) que, a veces, ciertos excesos como el melodrama, lo único que indican es una especie de vestigio un poco descarriado de la sed de vivir, de la misma manera que el alcohol o la droga. En última instancia lo que me interesa es el por qué de ciertas actitudes melodramáticas de la gente, pero no escribir melodramas", responderá en la entrevista realizada por Walter Cassara y publicada en Página/12, Radar Libros, el 1º de noviembre de 2001.
Sus cuentos completos han sido traducidos al inglés y muchos de sus relatos se han publicado también en Alemania, Rusia, Turquía, Holanda, Canadá y Polonia. Heredera de la gran tradición cuentística norteamericana, Liliana Heker está considerada como una de las más destacadas narradoras argentinas.
Fuentes: Literatura argentina contemporánea. Audiovideoteca. Biografías.
Melan.
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