jueves, 18 de junio de 2009

LA PRUEBA (fragmento) de César Aira

Se quedaron calladas un momento. El Pumper había empezado a llenarse, lo que resultaba tranquilizador para Marcia porque se perdían mejor en la muchedumbre. Pero si se ocupaban todas las mesas, y ya parecían cerca de ese punto, vendrían a echarlas. El helado mientras tanto se había terminado. Como si fuera una cábala para impedir que sobreviniera la interrupción, Marcia se apresuró a plantear otra inquietud, que le pareció productiva: –Hoy hace un rato, allí enfrente, ¿ustedes estaban con alguien? –No. Ya te dije que estábamos solas. –Como había una concentración de gente... –Nos habíamos metido entre esos boluditos a ver si nos levantábamos a alguno, pero no conocíamos a nadie y no tuvimos tiempo de elegir, porque apareciste vos . . . La información daba algunos elementos interesantes, pero parecía pensada a propósito para que esos elementos fueran de la clase de los que Marcia prefería no indagar. De modo que siguió la misma dirección que había tomado antes. –¿Pero pertenecen a algún grupo? –¿Qué quiere decir eso? –Me refiero a algún grupo de punks. –No –dijo Mao subrayando venenosamente cada palabra –No estamos en ninguna murga. –No lo decía en sentido peyorativo. Uno siempre tiende a asociarse con gente que comparte sus ideas, sus gustos, su modo de ser. –¿Como vos y Liliana, por ejemplo? ¿Pertenecés a algún grupo de inocentes? –No tergiverses lo que quiero decir. Y no se hagan las que no entienden. Aquí y en todas partes del mundo los punks se agrupan y se apoyan entre sí en su rechazo a la sociedad. –Felicitaciones por tu erudición. La respuesta es no. –¿Pero conocen a otros punks? Le gustó su propia pregunta. Debería haberla hecho al principio. Era una trampa perfecta. Era como si a alguien le preguntaban si conocía otros seres humanos. Si le respondían por la negativa, que era obviamente lo que querían hacer, pondrían de manifiesto su mala fe. No sabía qué beneficio podía reportarle, pero al menos tendría una respuesta. Mao volvió a entrecerrar los ojos. Era demasiado inteligente para no ver toda la dimensión de la celada. Pero no daría el brazo a torcer. Eso nunca.


–¿Qué importancia tiene? –dijo–.


¿Por qué te empeñás en hacernos hablar de lo que no queremos?


–Hicimos un pacto.


–Está bien. ¿Qué habías preguntado?


Marcia, implacable: –Si conocen otros punks. Mao, a Lenin:


–¿Vos conocés a alguno?


–A Sergio Vicio.


–Ah, sí, cierto, Sergio. . .–se volvió a Marcia–. Es un conocido nuestro, ahora hace mucho que no lo vemos, pero es un excelente caso. Es una pena que no llevemos encima una foto de él. Tocaba el bajo en una banda, estaba siempre drogado, y era muy buen chico, y debe de seguir siéndolo, aunque un poco loco, desconectado. Cuando habla, cosa que hace muy de vez en cuando, no se le entiende nada. Una vez le pasó algo de lo más curioso. Una señora muy rica fue a una fiesta, y entre otras cosas llevaba encima unos pendientes de orejas con cuatro esmeraldas cada uno, grandes como pocillos de café. De pronto se dio cuenta de que le faltaba uno de los pendientes; aunque dieron vuelta todos los divanes y alfombras, no lo encontraron. Como costaba millones, y las señoras ricas son muy apegadas a sus cosas, que siempre cuestan millones, hubo un buen escándalo, que hasta salió en los diarios. Los invitados hicieron consenso para que fueran revisados al salir, pero el embajador de Paraguay, que estaba presente, se negó, y la requisa no se hizo. Por supuesto, fue el principal sospechoso. La cancillería tomó cartas en el asunto, y el embajador terminó llamado de vuelta a su país y destituido. Un año después, la señora fue a una fiesta en Palladium. Cuál no sería su sorpresa al ver en la pista de baile a Sergio Vicio, con las cuatro esmeraldas colgando de una oreja. Sus guardaespaldas fueron de inmediato a buscarlo y se lo trajeron en andas. Ella estaba con un coronel, con el ministro del Interior, con Pirker y con la señora de Mitterrand. Pusieron una silla extra y sentaron a Sergio Vicio. Como la conversación en la mesa se había desarrollado en francés, la señora le preguntó si hablaba esa lengua. Sergio dijo que sí. "Hace un tiempo", le contó ella, "perdí un pendiente idéntico al que tienes tú. Me pregunto si será el mismo". Sergio la miraba, pero no la veía (ni la oía). Había estado bailando dos o tres horas sin parar, cosa que hace con frecuencia porque adora el baile, y la interrupción súbita del movimiento le había causado un desequilibrio de presión. Era la primera vez que le pasaba porque siempre, por instinto, dejaba de bailar gradualmente, y después salía a caminar hasta el amanecer. El efecto de este accidente fue que perdió la visión; todo se le fue cubriendo de puntitos rojos, y no vio nada. Eso se llama "hipotensión ortoestática", pero él no lo sabía. Otros síntomas que acompañan a la pérdida de la visión son la náusea, que él no sintió porque hacía dos o tres días que no probaba bocado, y el vértigo, al que estaba tan habituado por su experiencia con la mandanga que lejos de molestarlo o alarmarlo, lo entretuvo durante el resto de la escena, que pasó meciéndose en el espacio cósmico. La señora, un as en el manejo de los dedos, le desprendió el pendiente de la oreja en lo que pareció un pase de magia. Ahora bien, esa noche, en esa fiesta, que se daba en honor de los músicos de la ORTF de visita en el país, Palladium inauguraba un sistema de luces de radiación de quark, lo más moderno de la tecnología. Y las encendieron precisamente en ese momento. En la mesa estaban tan distraídos con la presencia de Sergio Vicio que no oyeron el anuncio que se hizo por los parlantes. Cuando la señora le hubo sacado de la oreja el pendiente y lo levantó sosteniéndolo por el ganchito para que lo vieran los demás, empezó a decir "Estas esmeraldas..." Fue todo lo que alcanzó a pronunciar porque las nuevas luces, traspasando las piedras, las volvieron transparentes como el más puro cristal, sin el menor rastro de verde. Se quedó boquiabierta. "¿Esmeraldas?" dijo la señora de Mitterrand, "¡pero si son diamantes! ¡Y qué agua! Nunca vi semejantes". "¡Qué van a ser diamantes!", dijo Pirker, "de dónde los iba a sacar este vaguito. Son caireles de la araña de la abuela, atados con alambre". La dueña, paralizada, abría y cerraba la boca como un pez anuro. Y en ese momento ya sonaban las primeras notas de Pierrot Lunaire. Nada menos que Boulez estaba en el escenario, y la fantástica Helga Pilarczyk como recitante. La atención de los personajes se desplazó a la música. Ninguna esmeralda vuelta diamante podía compararse con las notas lívidas de la obra maestra. La más elemental elegancia dictaba la supremacía de la música sobre las gemas. La señora, con movimientos de autómata, un movimiento que duplicaba invirtiendo el anterior, colgó la joya del lóbulo de Sergio Vicio y vio en angustiado silencio cómo sus guardaespaldas, interpretando mal las cosas, lo alzaban en vilo y lo llevaban de vuelta a la pista de baile, donde volvió a moverse, indiferente a la música, hasta recuperar la visión y salir a caminar, siempre con el piloto automático. Y ella nunca volvió a ver sus esmeraldas.
Silencio.

BIOGRAFÍA:

César Aira nació en Coronel Pringles, Argentina, en 1949. Desde 1967 reside en Buenos Aires. Ha dictado cursos en la Universidad de Buenos Aires y en la de Rosario), y ha traducido y editado en Francia, Inglaterra, Italia, Brasil, España, México y Venezuela.
Este escritor que se define a sí mismo como «Un francotirador que practica un oficio íntimo, secreto y clandestino», es uno de los autores más prolíficos de su país, su labor literaria la ha realizado en prácticamente todos los campos, de modo que ha trabajado como traductor, novelista, dramaturgo, periodista y ensayista. Su obra está marcada por la originalidad, la subversión y la capacidad de sorpresa. Las de este escritor argentino son historias cortas en las que la realidad se ve atravesada por la presencia de lo insólito, en las que sin casi notarse lo sorprendente llega a convivir con lo habitual. Cada novela es para él un reto, un espacio para la experimentación, para lanzarse sin red a un nuevo precipicio, aun a sabiendas de que en un momento dado pueda estrellarse. Como ha indicado Leonardo Moledo: "En la literatura argentina, Aira goza del raro privilegio de crear belleza, a la manera de Oscar Wilde o de Fellini. Fabricar objetos exóticos, que una vez en el aire se tornan necesarios e inevitables."


Fuentes: Literatura argentina contemporánea y escritores.org.


Melan.

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