Plebster y Orsi, del planeta Procyon(de Roberto Fontanarrosa)
lebster estaba mirando por la ventanilla frontal de la nave el paso oscilante de los meteoritos. Como todos los dermolinfomas del planeta Procyon, el pequeño Plebster experimentaba una inusual melancolía a la vista de aquellos inmensos pedazos de roca que surcaban el espacio ya que le recordaban a Vendelinus, la segunda luna de Procyon, estallada tempranamente. Esa melancolía no llegaba a ser tristeza, pues la tristeza, en su planeta, era un líquido. Más allá, abstraído en la conducción de la nave, se hallaba Orsi, su compañero de vuelo. Orsi era extrañamente inquieto para ser un nativo de Procyon y hallaba interés aún en las cosas más mundanas y rutinarias del espacio. Plebster, en cambio, acusaba ya el cansancio de la larga misión que les fuera asignada y su leve piel casi translúcida había comenzado a tomar el tinte ceniciento del hastío. No deseaba otra cosa que volver a la exultante atmósfera de Procyon y reunirse con Enif. -- Oye, Plebster --dijo Orsi, de pronto--. Hemos tenido que desviarnos bastante de la ruta. Plebster no le contestó. Empezaba a molestarle, incluso, el acento apagado de la voz de su compañero. -- Pero es que aún subsiste la lluvia de meteoros --explicó Orsi. -- Apenas termine, regresamos a nuestra elipse --bufó Plebster. -- No es eso. No es eso lo que quería decirte. Ocurre que nuestro desvío nos ha llevado al área de influencia de un planeta muerto, el viejo Maurolycus. Plebster volvió a resoplar y la expulsión del aire hizo que su cobertura dérmica se arrugara con leves crujidos. El imbécil de Orsi había encontrado un nuevo motivo de curiosidad para su espirítu simple. Tiempo atrás había perseguido durante seis días la cola de un cometa, subyugado por el destello cambiante de la luz solar sobre las partículas en suspenso. -- No sé si recuerdas --continuó Orsi-- que Maurolycus era un planeta habitado. Y que sus habitantes lo llamaban "Tierra". ¿Recuerdas? Plebster aprobó con la bamboleante cabeza experimentando el consabido hormiguero en su zona motriz. La memoria era una función fisiológica en los naturales de Procyon, que se incentivaba con la inmovilidad. -- Decía mi padre --continuó Orsi, entusiasmado-- que la atmósfera de la Tierra debió haber sido bastante similar a la nuestra. Y, por lo tanto, sus habitantes parecidos a nosotros. -- No sigas, Orsi. Ya sé adonde quieres llegar. -- Te explico, solamente. -- No, lo que tu quieres es bajar en ese puto planeta. Orsi se mantuvo uno instantes en silencio. Le molestaba grandemente cuando Plebster hacía uso de malas palabras. Plebster lo sabía y abundaba en ellas cuando deseaba incomodar a Orsi. -- Te explico, solamente --repitió. -- Te conozco, Orsi. Se te ha metido esa insana idea en tu centro de reflexiones y no habrá poder en el universo que te la quite. Orsi no contestó, pero, como corroborando lo dicho antes por Plebster, buscó algo frenéticamente en la consola de informes. Tomó entonces uno de los compendios de conocimiento y lo introdujo en la memoria de la pantalla. Pronto, una sucesión de caracteres pobló el recuadro luminoso. -- Mira, Plebster --anunció--. Algo raro ocurrió, luego, en ese planeta. Combatieron entre ellos mismos. Se elevó una enorme nube de polvo que lo cubrió todo y ya fue imposible observarlo desde afuera... -- Se cansaron, Orsi. Se cansaron de que los espiáramos --gruñó Plebster. -- No. Nada de eso. Fue una guerra total. No quedó nada vivo... -- Se cansaron de que criaturas como tú se la pasaran espiando qué era lo que ellos hacían o dejaban de hacer... -- Dos sensores que enviamos hace mucho tiempo no detectaron ni actividad humana ni vegetación. Solo desiertos arrasados y secos. -- Se hartaron de tipos como tú y su puta curiosidad. Otra vez aquella fea palabra, absolutamente prohibida en el ámbito de Procyon, pero tolerada en el espacio abierto, en las naves expedicionarias, en los navegantes. Orsi procuró dominarse. -- Pero... mira lo que dice acá... --señaló la pantalla--. Hay versiones que sostienen que pueden haber quedado terráqueos vivos en refugios subterráneos, blindados, preparados para soportar una guerra nuclear... ¿No sería eso maravilloso? -- Oh, Orsi --gruñó Plebster--. No jodas. -- ¡Vamos allí a comprobarlo, Plebster! Plebster lo miró largamente. Sabía que era totalmente inútil luchar. Orsi no poseía la clásica indolencia de los dermolinfomas y toda iniciativa se enraizaba en él como una planta trepadora. -- Oye Orsi. Quiero volver a casa. -- Y volveremos, Plebster, ¿quién dice que no? --Orsi ya habia tomado aquella plañidera petición de su compañero como una afirmativa y manipulaba ahora los mandos con velocidad y precisión--. Será sólo una visita. ¿No tienes interés por conocer la Tierra? Plebster volvió a observar, silencioso, el paso raudo de los meteoritos. Sus mayores, mucho tiempo atrás, cuando aún existía Vendelinus, le habían hablado de aquel planeta cubierto de agua. Meme Plebster Jacobi, incluso, le había descripto un terráqueo con el que había mantenido relación, al comienzo de los tiempos, en una luna de Mercurio. -- Dicen que los terráqueos no serían demansiado diferentes a nosotros --exclamó Orsi, excitado, como si le estuviese leyendo el pensamiento. -- No tengo ningún interés en encontrarme con seres parecidos a tí. -- Será rápido, Plebster. Si no los hallamos enseguida, subimos de nuevo a la nave y regresamos a casa. -- Me tienes harto, Orsi. -- Ya verás. Mira... comienza a cambiar el entorno. Plebster lo había percibido. El espacio, por los visores de la nave, se observaba más azul y mórbido y casi habían desaparecido los meteoritos.
Las redondeadas extremidades inferiores, aptas para insertarse en la poceada superficie de Procyon no eran, sin embargo, las ideales para desplazarse sobre la corteza terrestre. Con la torpeza propia de los forasteros, Orsi y Plebster se movían en aquel terreno, explorando las adyacencias de la nave. Todo era desolación. En la bruñida transparencia de sus escafandras rebotaban apenas los débiles rayos del sol que acertaban a pasar entre las densas nubes de polvo. Cada tanto, ráfagas de viento levantaban toneladas de cenizas, pedregullos y residuos metálicos que castigaban a los dos investigadores espaciales. El paisaje era gris y achatado. -- Buena idea la tuya --dijo Plebster, dejando de caminar. Orsi no contestó. Se había parado sobre uno de los tantos montículos de rocas y giraba su cabezota con expresión de desencanto. -- Busquemos un poco más --dijo al fin--. Es lógico que si estaban refugiados bajo tierra no podríamos verlos a simple vista. -- Nos llevaría una eternidad hallarlos. Por otra parte, no olvides que el compendio de conocimientos decía que también solían detectarse explosiones nucleares subterráneas... -- Algunas de sus tribus estaban muy preparadas para subsistir, Plebster. Habían esperado esa guerra por siglos. Tenían de todo allí abajo. Plebster empezó a caminar hacia la nave. El peso de su ropaje aislante comenzaba a fatigarlo. -- Han pasado ya cientos de años de aquella guerra --gritó, sin darse vuelta--. Por mejor preparados que estuvieran, ya hubiesen muerto de hambre o por las enfermedades. No jodas, Orsi. -- Espera. Espera un poco, Plebster --Orsi depositó todo el peso de su cuerpo sobre una suerte de viga que asomaba del suelo--. Me fatigo. Esto no es Procyon. -- Te fatigas, ¿eh? ¿No se te ocurre alguna otra buena idea como ésta? Con la de Petavium ya son dos. En el segmento más abierto de la elipse programada, Orsi había insinuado descender en la estrella Petavium, argumentando que allí había mica. Pero la pulposa Pentavium estaba podrida. Atravesado el interior de su masa por infinito canales que conducían jugos minerales, el desmedido calor del sol la había hecho entrar en putrefacción y el olor que despedía la macilenta estrella era insoportable. Una semana tuvo que estar luego Plebster, aspirando aroma de cristales de sal para restablecer el funcionamento de sus papilas. -- Ya voy, Plebster. Aguarda un poco --pidió Orsi. Plebster giró y regresó a ayudar a su compañero. -- Vamos --dijo, sosteniéndolo por debajo del primer par de extremidades superiores. De pronto Plebster advirtió que el cuerpo de Orsi se envaraba. -- ¿Qué pasa? --preguntó. Los dos sensores ópticos de Orsi se habían fruncido, atentos, y meneaba espasmódicamente la cabeza, como buscando. -- ¿Qué pasa? --se alarmó Plebster, girando a su vez la suya. Habían dejado las armas en la nave y tanto la valentía como la cobardía eran condiciones desconocidas en Procyon. Es más, la audacia consistía en una fruta pequeña, agridulce, que brotaba en la estación del fostato. -- ¿Oyes eso? --preguntó Orsi. -- ¿Qué? -- Escucha bien. Orsi tenía razon. En el aire se diluía una especie de música, una melodía que llegaba y se marchaba con la brisa. -- ¡Música! --se exaltó Orsi--. Es música! -- Es solo el viento, Orsi. -- ¡Es música! --Orsi se desembarazó de las extremidades superiores de Plebster y giró sobre sí mismo varias veces, como una antena, deslumbrado por la recepción de aquel idioma universal. Ahora la melodía llegaba más nítida, con cadencias extrañas y desconocidas para la percepción de los dos expedicionarios. -- ¿De dónde viene? --se sumó Plebster a la inquietud. -- No sé si es una música fuerte que nos llega desde lejos... o es una música muy débil que se origina muy cerca de nosotros --dudó Orsi, lo que preocupó a Plebster, ya que la duda antecedía a la constipación bronquial en los dermolinfomas. -- ¿Cerca de nosotros? --dijo Plebster, abarcando con sus organos ópticos los alrededores inmediatos. -- ¡Aquí! ¡Aquí! --dijeron los dos, casi al unísono, aferrando un oxidado tubo metálico que sobresalía entre un montículo de escombros--. ¡La música viene por este tubo! Orsi apretó la escafandra sobre la boca del tubo, procurando escuchar mejor. En tanto, Plebster, se había sentido inopinadamente melancólico, como algunas veces en que escuchaba historias relatadas por Meme Plebster Jacobi. Pero Orsi no le dio tiempo para bucear en sus sentimientos. -- ¡Cavemos! Cavemos por acá, Plebster! --gritó, escarbando con su bastón de titanio entre los escombros--. ¡Esta música nos llega desde abajo! ¡De alguno de esos refugios que mencioné antes, Plebster! Plebster olvidó por un momento su indolencia, su desinterés, y sus ganas de volver a casa, y con un trozo de chapa ennegrecida comenzó tambien a apartar rocas y cascotes. Poco después, y ante la febril atención de ambos investigadores, una superficie de madera se hizo visible ante ellos. Continuaron removiendo con más ahínco y apareció entonces una puerta, de doble hoja, prácticamente horizontal, que cubría una boca de acceso. Plebster y Orsi se miraron. La puerta mostraba una superficie descascarada, aún con restos de pintura y por las junturas de su madera llegaba, ahora sí, claramente, la cadencia de la extraña música. -- ¿Vamos por las armas? --vaciló Orsi. Plebster encogió el ensamblamiento de sus extremidades superiores, las prensiles. -- ¿Te parece? -- Yo digo... -- No creo --dijo Plebster, decidido, y se lanzó sobre la puerta, la que abrió de un tirón. Una bocanada melódica los envolvió y, luego, también una serie de sonidos breves, como módicos estallidos, desacompasados. Después, el silencio. Plebster y Orsi se miraron. Tal vez habían sido descubiertos y ahora, al fondo de ese túnel oscuro y profundo que se habría ante ellos, los aguardaba el temor agresivo de los nativos. Con infinita cautela, Orsi adelantó uno de sus miembros locomotores y lo depositó sobre el primer peldaño de la escalera descendente. De pronto volvió la musica, y esto tranquilizó a ambos dermolinfomas, que cerraron la puerta detrás de ellos, sin hacer ruido. Por un momento quedaron sumidos en un una oscuridad absoluta, pero pronto advirtieron que, muy abajo y al fondo se veía una luz. Una luz rojiza. Ganados por la ansiedad, Plebster y Orsi continuaron el descenso. Un par de veces se detuvieron ante el eco de aquellos extraños sonidos inarmónicos, cortos golpes de superficies ahuecadas, que les llegaban desde el fondo. Por último se detuvieron ante una abertura cubierta por un cortinado de tela que, al tacto de Orsi, se reveló como levemente afelpado y de cierto peso. Ya se escuchaba, con más nitidez, una voz humana metálica y altisonante. Orsi corrió la cortina y ambos visitantes se hallaron ante un recinto poco iluminado. Una veintena de seres humanos se encontraban diseminados en pequeñas mesas redondas, distribuidas en torno de una tarima de madera. Los humanos eran, al menos, de dos sexos diferentes, calculó Plebster. Bebían extraños tragos, hablaban poco entre ellos y no parecían demasiado jóvenes. Sobre la tarima, un terráqueo con la cabeza cubierta por un cabello oscuro y engrasado, de pie frente a un adminículo de metal que ampliaba el sonido de su voz, los observó de una ojeada. También hicieron lo propio otros nativos de los que estaban sentados. -- ¡Y sigue llegando gente a nuestra Peña Tanguera "El Sótano del Dos por Cuatro", mis queridos amigos! --anunció el terráqueo del cabello lustroso--. ¡Y es porque vienen a escuchar a Angelito Delfino, "El Ruiseñor de Floresta", que ahora nos va a regalar, de Esteban Celedonio Flores y Ciriaco Ortiz, "Atenti Pebeta"! Los humanos de las mesas golpetearon unas contra otras sus extremidades superiores y allí supo Orsi que, de esa actitud impensada, provenían los breves estallidos que habían oido en la escalera. -- ¡Y esta canción, señores --continuó el anunciador-- es para los nuevos amigos de la noche de Buenos Aires...! --y luego, dirigiéndose a Plebster y Orsi, preguntó-- ¿De dónde son, muchachos? -- De Procyon --gritó Orsi, complacido. -- ¡Para los amigos de Procyon, entonces... Angelito Delfino, "El Ruiseñor de Floresta" y "Atenti Pebeta", de Flores y Ciriaco Ortiz! Hubo nuevos aplausos. Dichos gestos eran, al parecer, de aprobación, ya que un humano rechoncho y bajito que acababa de subir a la tarima, agradecía con leves reverencias y sonrisas. El humano que había hecho la presentación en la tarima caminó entre las mesas, con aire cansado, hasta Plebster y Orsi. Estos, para no sentirse demasiado ajenos al ambiente, se habían depositado sobre sendas sillas, en una mesa vacía. Dos terráqueos, con la misma expresión desmayada y ausente que los demás, comenzaron a extraer de sus instrumentos una música arrastrada y sinuosa. El humano regordete y oscuro de arriba de la tarima comenzó con lo suyo. -- "Cuando estés en la vereda y te fiche un bacanazo, vos hacete la chitrula y no te le deschavés, que no manye que estás lista al primer tiro de lazo y que por un par de lompas bien planchados, te perdés..." El terráqueo que oficiaba de anunciador llegó hasta la mesa de Plebster y Orsi. Se inclinó hacia ellos y los observó por un instante. Plebster detectó, con la particular sensibilidad que los dermolinfomas tienen para los matices, que el cabello del humano, en la parte superior de la cabeza, mostraba una coloración diferente de la que lucía sobre los costados. Se veía más rojizo y rebelde que el resto. Aquella misma anomalía había detectado también en varios de los presentes, pese a la luz escasa y al humo que invadía el local. -- ¿Qué van a tomar, muchachos? --preguntó el anfitrión. -- Ehhh... --vaciló Orsi--. Antes queríamos hacerle una pregunta. -- No se preocupen --desestimó el anunciador. Y bajando la voz, agregó-- No se preocupen por el precio. La casa invita. -- No, no --dijo Orsi--. Queríamos preguntarle otra cosa... ¿Cómo hicieron para sobrevivir? El humano enarcó las cejas y se tomó un instante para contestar. -- "Cuando vengas para el centro" --seguía el cantor-- "caminá junando el suelo, arrastrando los fanguyos y arrimada a la pared". -- ¿Cómo hicimos para sobrevivir? --repitió, teatral, el anunciador--. Bajando los precios, hermano. Cuidando la clientela y ofreciendo calidad. No hay otra. De lo contrario, hubiéramos tenido que cerrar... -- Pero... digo yo... --vaciló Orsi--. ¿Cómo pudieron sobrellevar la gran tragedia? El anunciador había apoyado las dos manos sobre la mesa y sus ojos se cubrieron con una pátina húmeda. -- Fue tremendo... Tremendo... Lo de Medellín fue tremendo... Pero hay que seguir adelante, hermano. No queda otra. Por el zorzal mismo. Yo sé que Carlitos no hubiese querido que aflojáramos... Plebster miró al hombre y vió que una milimétrica esfera de líquido se desprendía de uno de sus ojos. Recordó que en Procyon, la tristeza era un líquido. Y el recuerdo de su planeta, y la música aquella que escapaba de un extraño instrumento que parecía respirar, lo hizo sentirse invadido por una pegajosa nostalgia. -- ¿Vamos Orsi? --preguntó. -- Espera. Espera a que termine esto --dijo Orsi mostrando una copa translúcida llena de un líquido rojizo que le había traido el anunciador. Se quedaron un poco más y cuando terminaron de beber se levantaron y se marcharon hacia la puerta. Con un bamboleo de sus cabezas se despidieron del anunciador, que estaba sentado a otra mesa, cerca de la tarima. El anunciador levantó una mano y deletreó en el aire "Chau, querido. Vuelvan cuando quieran". Plebster y Orsi salieron a la superficie y se encaminaron hacia la nave. Por un rato los siguió la música y la voz del cantor bajo y regordete. -- "Tomá leche con vainilla y chocolate con churro, aunque estés en el momento propiamente del vermut..."
lebster estaba mirando por la ventanilla frontal de la nave el paso oscilante de los meteoritos. Como todos los dermolinfomas del planeta Procyon, el pequeño Plebster experimentaba una inusual melancolía a la vista de aquellos inmensos pedazos de roca que surcaban el espacio ya que le recordaban a Vendelinus, la segunda luna de Procyon, estallada tempranamente. Esa melancolía no llegaba a ser tristeza, pues la tristeza, en su planeta, era un líquido. Más allá, abstraído en la conducción de la nave, se hallaba Orsi, su compañero de vuelo. Orsi era extrañamente inquieto para ser un nativo de Procyon y hallaba interés aún en las cosas más mundanas y rutinarias del espacio. Plebster, en cambio, acusaba ya el cansancio de la larga misión que les fuera asignada y su leve piel casi translúcida había comenzado a tomar el tinte ceniciento del hastío. No deseaba otra cosa que volver a la exultante atmósfera de Procyon y reunirse con Enif. -- Oye, Plebster --dijo Orsi, de pronto--. Hemos tenido que desviarnos bastante de la ruta. Plebster no le contestó. Empezaba a molestarle, incluso, el acento apagado de la voz de su compañero. -- Pero es que aún subsiste la lluvia de meteoros --explicó Orsi. -- Apenas termine, regresamos a nuestra elipse --bufó Plebster. -- No es eso. No es eso lo que quería decirte. Ocurre que nuestro desvío nos ha llevado al área de influencia de un planeta muerto, el viejo Maurolycus. Plebster volvió a resoplar y la expulsión del aire hizo que su cobertura dérmica se arrugara con leves crujidos. El imbécil de Orsi había encontrado un nuevo motivo de curiosidad para su espirítu simple. Tiempo atrás había perseguido durante seis días la cola de un cometa, subyugado por el destello cambiante de la luz solar sobre las partículas en suspenso. -- No sé si recuerdas --continuó Orsi-- que Maurolycus era un planeta habitado. Y que sus habitantes lo llamaban "Tierra". ¿Recuerdas? Plebster aprobó con la bamboleante cabeza experimentando el consabido hormiguero en su zona motriz. La memoria era una función fisiológica en los naturales de Procyon, que se incentivaba con la inmovilidad. -- Decía mi padre --continuó Orsi, entusiasmado-- que la atmósfera de la Tierra debió haber sido bastante similar a la nuestra. Y, por lo tanto, sus habitantes parecidos a nosotros. -- No sigas, Orsi. Ya sé adonde quieres llegar. -- Te explico, solamente. -- No, lo que tu quieres es bajar en ese puto planeta. Orsi se mantuvo uno instantes en silencio. Le molestaba grandemente cuando Plebster hacía uso de malas palabras. Plebster lo sabía y abundaba en ellas cuando deseaba incomodar a Orsi. -- Te explico, solamente --repitió. -- Te conozco, Orsi. Se te ha metido esa insana idea en tu centro de reflexiones y no habrá poder en el universo que te la quite. Orsi no contestó, pero, como corroborando lo dicho antes por Plebster, buscó algo frenéticamente en la consola de informes. Tomó entonces uno de los compendios de conocimiento y lo introdujo en la memoria de la pantalla. Pronto, una sucesión de caracteres pobló el recuadro luminoso. -- Mira, Plebster --anunció--. Algo raro ocurrió, luego, en ese planeta. Combatieron entre ellos mismos. Se elevó una enorme nube de polvo que lo cubrió todo y ya fue imposible observarlo desde afuera... -- Se cansaron, Orsi. Se cansaron de que los espiáramos --gruñó Plebster. -- No. Nada de eso. Fue una guerra total. No quedó nada vivo... -- Se cansaron de que criaturas como tú se la pasaran espiando qué era lo que ellos hacían o dejaban de hacer... -- Dos sensores que enviamos hace mucho tiempo no detectaron ni actividad humana ni vegetación. Solo desiertos arrasados y secos. -- Se hartaron de tipos como tú y su puta curiosidad. Otra vez aquella fea palabra, absolutamente prohibida en el ámbito de Procyon, pero tolerada en el espacio abierto, en las naves expedicionarias, en los navegantes. Orsi procuró dominarse. -- Pero... mira lo que dice acá... --señaló la pantalla--. Hay versiones que sostienen que pueden haber quedado terráqueos vivos en refugios subterráneos, blindados, preparados para soportar una guerra nuclear... ¿No sería eso maravilloso? -- Oh, Orsi --gruñó Plebster--. No jodas. -- ¡Vamos allí a comprobarlo, Plebster! Plebster lo miró largamente. Sabía que era totalmente inútil luchar. Orsi no poseía la clásica indolencia de los dermolinfomas y toda iniciativa se enraizaba en él como una planta trepadora. -- Oye Orsi. Quiero volver a casa. -- Y volveremos, Plebster, ¿quién dice que no? --Orsi ya habia tomado aquella plañidera petición de su compañero como una afirmativa y manipulaba ahora los mandos con velocidad y precisión--. Será sólo una visita. ¿No tienes interés por conocer la Tierra? Plebster volvió a observar, silencioso, el paso raudo de los meteoritos. Sus mayores, mucho tiempo atrás, cuando aún existía Vendelinus, le habían hablado de aquel planeta cubierto de agua. Meme Plebster Jacobi, incluso, le había descripto un terráqueo con el que había mantenido relación, al comienzo de los tiempos, en una luna de Mercurio. -- Dicen que los terráqueos no serían demansiado diferentes a nosotros --exclamó Orsi, excitado, como si le estuviese leyendo el pensamiento. -- No tengo ningún interés en encontrarme con seres parecidos a tí. -- Será rápido, Plebster. Si no los hallamos enseguida, subimos de nuevo a la nave y regresamos a casa. -- Me tienes harto, Orsi. -- Ya verás. Mira... comienza a cambiar el entorno. Plebster lo había percibido. El espacio, por los visores de la nave, se observaba más azul y mórbido y casi habían desaparecido los meteoritos.
Las redondeadas extremidades inferiores, aptas para insertarse en la poceada superficie de Procyon no eran, sin embargo, las ideales para desplazarse sobre la corteza terrestre. Con la torpeza propia de los forasteros, Orsi y Plebster se movían en aquel terreno, explorando las adyacencias de la nave. Todo era desolación. En la bruñida transparencia de sus escafandras rebotaban apenas los débiles rayos del sol que acertaban a pasar entre las densas nubes de polvo. Cada tanto, ráfagas de viento levantaban toneladas de cenizas, pedregullos y residuos metálicos que castigaban a los dos investigadores espaciales. El paisaje era gris y achatado. -- Buena idea la tuya --dijo Plebster, dejando de caminar. Orsi no contestó. Se había parado sobre uno de los tantos montículos de rocas y giraba su cabezota con expresión de desencanto. -- Busquemos un poco más --dijo al fin--. Es lógico que si estaban refugiados bajo tierra no podríamos verlos a simple vista. -- Nos llevaría una eternidad hallarlos. Por otra parte, no olvides que el compendio de conocimientos decía que también solían detectarse explosiones nucleares subterráneas... -- Algunas de sus tribus estaban muy preparadas para subsistir, Plebster. Habían esperado esa guerra por siglos. Tenían de todo allí abajo. Plebster empezó a caminar hacia la nave. El peso de su ropaje aislante comenzaba a fatigarlo. -- Han pasado ya cientos de años de aquella guerra --gritó, sin darse vuelta--. Por mejor preparados que estuvieran, ya hubiesen muerto de hambre o por las enfermedades. No jodas, Orsi. -- Espera. Espera un poco, Plebster --Orsi depositó todo el peso de su cuerpo sobre una suerte de viga que asomaba del suelo--. Me fatigo. Esto no es Procyon. -- Te fatigas, ¿eh? ¿No se te ocurre alguna otra buena idea como ésta? Con la de Petavium ya son dos. En el segmento más abierto de la elipse programada, Orsi había insinuado descender en la estrella Petavium, argumentando que allí había mica. Pero la pulposa Pentavium estaba podrida. Atravesado el interior de su masa por infinito canales que conducían jugos minerales, el desmedido calor del sol la había hecho entrar en putrefacción y el olor que despedía la macilenta estrella era insoportable. Una semana tuvo que estar luego Plebster, aspirando aroma de cristales de sal para restablecer el funcionamento de sus papilas. -- Ya voy, Plebster. Aguarda un poco --pidió Orsi. Plebster giró y regresó a ayudar a su compañero. -- Vamos --dijo, sosteniéndolo por debajo del primer par de extremidades superiores. De pronto Plebster advirtió que el cuerpo de Orsi se envaraba. -- ¿Qué pasa? --preguntó. Los dos sensores ópticos de Orsi se habían fruncido, atentos, y meneaba espasmódicamente la cabeza, como buscando. -- ¿Qué pasa? --se alarmó Plebster, girando a su vez la suya. Habían dejado las armas en la nave y tanto la valentía como la cobardía eran condiciones desconocidas en Procyon. Es más, la audacia consistía en una fruta pequeña, agridulce, que brotaba en la estación del fostato. -- ¿Oyes eso? --preguntó Orsi. -- ¿Qué? -- Escucha bien. Orsi tenía razon. En el aire se diluía una especie de música, una melodía que llegaba y se marchaba con la brisa. -- ¡Música! --se exaltó Orsi--. Es música! -- Es solo el viento, Orsi. -- ¡Es música! --Orsi se desembarazó de las extremidades superiores de Plebster y giró sobre sí mismo varias veces, como una antena, deslumbrado por la recepción de aquel idioma universal. Ahora la melodía llegaba más nítida, con cadencias extrañas y desconocidas para la percepción de los dos expedicionarios. -- ¿De dónde viene? --se sumó Plebster a la inquietud. -- No sé si es una música fuerte que nos llega desde lejos... o es una música muy débil que se origina muy cerca de nosotros --dudó Orsi, lo que preocupó a Plebster, ya que la duda antecedía a la constipación bronquial en los dermolinfomas. -- ¿Cerca de nosotros? --dijo Plebster, abarcando con sus organos ópticos los alrededores inmediatos. -- ¡Aquí! ¡Aquí! --dijeron los dos, casi al unísono, aferrando un oxidado tubo metálico que sobresalía entre un montículo de escombros--. ¡La música viene por este tubo! Orsi apretó la escafandra sobre la boca del tubo, procurando escuchar mejor. En tanto, Plebster, se había sentido inopinadamente melancólico, como algunas veces en que escuchaba historias relatadas por Meme Plebster Jacobi. Pero Orsi no le dio tiempo para bucear en sus sentimientos. -- ¡Cavemos! Cavemos por acá, Plebster! --gritó, escarbando con su bastón de titanio entre los escombros--. ¡Esta música nos llega desde abajo! ¡De alguno de esos refugios que mencioné antes, Plebster! Plebster olvidó por un momento su indolencia, su desinterés, y sus ganas de volver a casa, y con un trozo de chapa ennegrecida comenzó tambien a apartar rocas y cascotes. Poco después, y ante la febril atención de ambos investigadores, una superficie de madera se hizo visible ante ellos. Continuaron removiendo con más ahínco y apareció entonces una puerta, de doble hoja, prácticamente horizontal, que cubría una boca de acceso. Plebster y Orsi se miraron. La puerta mostraba una superficie descascarada, aún con restos de pintura y por las junturas de su madera llegaba, ahora sí, claramente, la cadencia de la extraña música. -- ¿Vamos por las armas? --vaciló Orsi. Plebster encogió el ensamblamiento de sus extremidades superiores, las prensiles. -- ¿Te parece? -- Yo digo... -- No creo --dijo Plebster, decidido, y se lanzó sobre la puerta, la que abrió de un tirón. Una bocanada melódica los envolvió y, luego, también una serie de sonidos breves, como módicos estallidos, desacompasados. Después, el silencio. Plebster y Orsi se miraron. Tal vez habían sido descubiertos y ahora, al fondo de ese túnel oscuro y profundo que se habría ante ellos, los aguardaba el temor agresivo de los nativos. Con infinita cautela, Orsi adelantó uno de sus miembros locomotores y lo depositó sobre el primer peldaño de la escalera descendente. De pronto volvió la musica, y esto tranquilizó a ambos dermolinfomas, que cerraron la puerta detrás de ellos, sin hacer ruido. Por un momento quedaron sumidos en un una oscuridad absoluta, pero pronto advirtieron que, muy abajo y al fondo se veía una luz. Una luz rojiza. Ganados por la ansiedad, Plebster y Orsi continuaron el descenso. Un par de veces se detuvieron ante el eco de aquellos extraños sonidos inarmónicos, cortos golpes de superficies ahuecadas, que les llegaban desde el fondo. Por último se detuvieron ante una abertura cubierta por un cortinado de tela que, al tacto de Orsi, se reveló como levemente afelpado y de cierto peso. Ya se escuchaba, con más nitidez, una voz humana metálica y altisonante. Orsi corrió la cortina y ambos visitantes se hallaron ante un recinto poco iluminado. Una veintena de seres humanos se encontraban diseminados en pequeñas mesas redondas, distribuidas en torno de una tarima de madera. Los humanos eran, al menos, de dos sexos diferentes, calculó Plebster. Bebían extraños tragos, hablaban poco entre ellos y no parecían demasiado jóvenes. Sobre la tarima, un terráqueo con la cabeza cubierta por un cabello oscuro y engrasado, de pie frente a un adminículo de metal que ampliaba el sonido de su voz, los observó de una ojeada. También hicieron lo propio otros nativos de los que estaban sentados. -- ¡Y sigue llegando gente a nuestra Peña Tanguera "El Sótano del Dos por Cuatro", mis queridos amigos! --anunció el terráqueo del cabello lustroso--. ¡Y es porque vienen a escuchar a Angelito Delfino, "El Ruiseñor de Floresta", que ahora nos va a regalar, de Esteban Celedonio Flores y Ciriaco Ortiz, "Atenti Pebeta"! Los humanos de las mesas golpetearon unas contra otras sus extremidades superiores y allí supo Orsi que, de esa actitud impensada, provenían los breves estallidos que habían oido en la escalera. -- ¡Y esta canción, señores --continuó el anunciador-- es para los nuevos amigos de la noche de Buenos Aires...! --y luego, dirigiéndose a Plebster y Orsi, preguntó-- ¿De dónde son, muchachos? -- De Procyon --gritó Orsi, complacido. -- ¡Para los amigos de Procyon, entonces... Angelito Delfino, "El Ruiseñor de Floresta" y "Atenti Pebeta", de Flores y Ciriaco Ortiz! Hubo nuevos aplausos. Dichos gestos eran, al parecer, de aprobación, ya que un humano rechoncho y bajito que acababa de subir a la tarima, agradecía con leves reverencias y sonrisas. El humano que había hecho la presentación en la tarima caminó entre las mesas, con aire cansado, hasta Plebster y Orsi. Estos, para no sentirse demasiado ajenos al ambiente, se habían depositado sobre sendas sillas, en una mesa vacía. Dos terráqueos, con la misma expresión desmayada y ausente que los demás, comenzaron a extraer de sus instrumentos una música arrastrada y sinuosa. El humano regordete y oscuro de arriba de la tarima comenzó con lo suyo. -- "Cuando estés en la vereda y te fiche un bacanazo, vos hacete la chitrula y no te le deschavés, que no manye que estás lista al primer tiro de lazo y que por un par de lompas bien planchados, te perdés..." El terráqueo que oficiaba de anunciador llegó hasta la mesa de Plebster y Orsi. Se inclinó hacia ellos y los observó por un instante. Plebster detectó, con la particular sensibilidad que los dermolinfomas tienen para los matices, que el cabello del humano, en la parte superior de la cabeza, mostraba una coloración diferente de la que lucía sobre los costados. Se veía más rojizo y rebelde que el resto. Aquella misma anomalía había detectado también en varios de los presentes, pese a la luz escasa y al humo que invadía el local. -- ¿Qué van a tomar, muchachos? --preguntó el anfitrión. -- Ehhh... --vaciló Orsi--. Antes queríamos hacerle una pregunta. -- No se preocupen --desestimó el anunciador. Y bajando la voz, agregó-- No se preocupen por el precio. La casa invita. -- No, no --dijo Orsi--. Queríamos preguntarle otra cosa... ¿Cómo hicieron para sobrevivir? El humano enarcó las cejas y se tomó un instante para contestar. -- "Cuando vengas para el centro" --seguía el cantor-- "caminá junando el suelo, arrastrando los fanguyos y arrimada a la pared". -- ¿Cómo hicimos para sobrevivir? --repitió, teatral, el anunciador--. Bajando los precios, hermano. Cuidando la clientela y ofreciendo calidad. No hay otra. De lo contrario, hubiéramos tenido que cerrar... -- Pero... digo yo... --vaciló Orsi--. ¿Cómo pudieron sobrellevar la gran tragedia? El anunciador había apoyado las dos manos sobre la mesa y sus ojos se cubrieron con una pátina húmeda. -- Fue tremendo... Tremendo... Lo de Medellín fue tremendo... Pero hay que seguir adelante, hermano. No queda otra. Por el zorzal mismo. Yo sé que Carlitos no hubiese querido que aflojáramos... Plebster miró al hombre y vió que una milimétrica esfera de líquido se desprendía de uno de sus ojos. Recordó que en Procyon, la tristeza era un líquido. Y el recuerdo de su planeta, y la música aquella que escapaba de un extraño instrumento que parecía respirar, lo hizo sentirse invadido por una pegajosa nostalgia. -- ¿Vamos Orsi? --preguntó. -- Espera. Espera a que termine esto --dijo Orsi mostrando una copa translúcida llena de un líquido rojizo que le había traido el anunciador. Se quedaron un poco más y cuando terminaron de beber se levantaron y se marcharon hacia la puerta. Con un bamboleo de sus cabezas se despidieron del anunciador, que estaba sentado a otra mesa, cerca de la tarima. El anunciador levantó una mano y deletreó en el aire "Chau, querido. Vuelvan cuando quieran". Plebster y Orsi salieron a la superficie y se encaminaron hacia la nave. Por un rato los siguió la música y la voz del cantor bajo y regordete. -- "Tomá leche con vainilla y chocolate con churro, aunque estés en el momento propiamente del vermut..."
BIOGRAFIA:
El “Negro” Roberto Fontanarrosa era un tipo querido, respetado y admirado por una gran cantidad de gente. Había nacido el 26 de noviembre de 1944 en Rosario (Santa Fe, Argentina) y pasó a la historia como humorista gráfico, escritor y por un infaltable sello futbolístico: “hincha de Rosario Central”.
Pero el “Negro” escapaba a esas definiciones de ocupaciones. En una oportunidad, se le escuchó decir: “De mí se dirá posiblemente que soy un escritor cómico, a lo sumo. Y será cierto. No me interesa demasiado la definición que se haga de mí. No aspiro al Nobel de Literatura. Yo me doy por muy bien pagado cuando alguien se me acerca y me dice: ‘me cagué de risa con tu libro’”.
Boogie el Aceitoso, Inodoro Pereyra y el perro Mendieta fueron algunas de sus creaciones más reconocidas, tanto en Argentina como en otros países iberoamericanos. Tampoco quedó afuera de sus obras su pasión deportiva y así fue que creó cuentos como “19 de diciembre de 1971”, que se ha convertido en un clásico de la literatura futbolística argentina.
Durante las décadas de los años ’70 y ’80, a Fontanarrosa podía vérselo con frecuencia en el bar “El Cairo”, sentado en la ya mítica “mesa de los galanes” que fue escenario de varias de sus mejores historias. En los ’90 esa histórica mesa se trasladó al bar “La Sede”, hasta que el anterior punto de encuentro reabrió sus puertas.
En noviembre de 2004, Fontanarrosa fue expositor en el III Congreso de la Lengua Española que se desarrolló en Rosario donde brindó una inolvidable charla titulada “Sobre las malas palabras”. Un año antes, el humorista había recibido un terrible diagnóstico: esclerosis lateral amiotrófica, enfermedad que lo obligó a desplazarse desde 2006 en silla de ruedas. Pero el 2006 también fue digno de destacar en la vida de este humorista: en abril, el Senado le hizo entrega de la Mención de Honor Domingo Faustino Sarmiento por su gran trayectoria y sus importantes aportes a la cultura argentina. En diciembre, fue reconocido en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara con “La Catrina”, una distinción que se entrega, año tras año, en el Encuentro Internacional de Caricatura e Historieta.
Con resignación e impotencia, los seguidores del “Negro” se enteraron, el 18 de enero de 2007, que el ídolo dejaría de dibujar sus historietas por haber perdido por completo el control de su mano derecha. Sin embargo, todavía le quedaban fuerzas y ganas para continuar escribiendo los guiones para sus personajes. Lamentablemente, su mal no le dejó mucho tiempo para seguir viviendo: el 19 de julio de 2008, su vida se apagó cuando tenía 62 años.
Su carrera literaria dejaría tres novelas y libros de cuentos como “El mundo ha vivido equivocado”, “El mayor de mis defectos”, “Uno nunca sabe”, “La mesa de los galanes”, “Puro Fútbol”, “Usted no me lo va a creer” y “El rey de la milonga”.
Pero el “Negro” escapaba a esas definiciones de ocupaciones. En una oportunidad, se le escuchó decir: “De mí se dirá posiblemente que soy un escritor cómico, a lo sumo. Y será cierto. No me interesa demasiado la definición que se haga de mí. No aspiro al Nobel de Literatura. Yo me doy por muy bien pagado cuando alguien se me acerca y me dice: ‘me cagué de risa con tu libro’”.
Boogie el Aceitoso, Inodoro Pereyra y el perro Mendieta fueron algunas de sus creaciones más reconocidas, tanto en Argentina como en otros países iberoamericanos. Tampoco quedó afuera de sus obras su pasión deportiva y así fue que creó cuentos como “19 de diciembre de 1971”, que se ha convertido en un clásico de la literatura futbolística argentina.
Durante las décadas de los años ’70 y ’80, a Fontanarrosa podía vérselo con frecuencia en el bar “El Cairo”, sentado en la ya mítica “mesa de los galanes” que fue escenario de varias de sus mejores historias. En los ’90 esa histórica mesa se trasladó al bar “La Sede”, hasta que el anterior punto de encuentro reabrió sus puertas.
En noviembre de 2004, Fontanarrosa fue expositor en el III Congreso de la Lengua Española que se desarrolló en Rosario donde brindó una inolvidable charla titulada “Sobre las malas palabras”. Un año antes, el humorista había recibido un terrible diagnóstico: esclerosis lateral amiotrófica, enfermedad que lo obligó a desplazarse desde 2006 en silla de ruedas. Pero el 2006 también fue digno de destacar en la vida de este humorista: en abril, el Senado le hizo entrega de la Mención de Honor Domingo Faustino Sarmiento por su gran trayectoria y sus importantes aportes a la cultura argentina. En diciembre, fue reconocido en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara con “La Catrina”, una distinción que se entrega, año tras año, en el Encuentro Internacional de Caricatura e Historieta.
Con resignación e impotencia, los seguidores del “Negro” se enteraron, el 18 de enero de 2007, que el ídolo dejaría de dibujar sus historietas por haber perdido por completo el control de su mano derecha. Sin embargo, todavía le quedaban fuerzas y ganas para continuar escribiendo los guiones para sus personajes. Lamentablemente, su mal no le dejó mucho tiempo para seguir viviendo: el 19 de julio de 2008, su vida se apagó cuando tenía 62 años.
Su carrera literaria dejaría tres novelas y libros de cuentos como “El mundo ha vivido equivocado”, “El mayor de mis defectos”, “Uno nunca sabe”, “La mesa de los galanes”, “Puro Fútbol”, “Usted no me lo va a creer” y “El rey de la milonga”.
Fuentes: Escritores argentinos, educar.gov, Poemas del Alma.
Dibujos: Inodoro Pereyra y Mendieta de la historieta Inodoro Pereyra, poema telúrico de Roberto Fontanarrosa.
Melan.
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