lunes, 29 de junio de 2009

EL ANATOMISTA. PRIMERA PARTE de Federico Andahazi


PRÓLOGO
LA PRIMAVERA DE LA MIRADA


"¡0h, mi América, mi dulce tierra hallada!", escribe Mateo Realdo Colombo (o Mateo Renaldo Colón, según consigna la rúbrica hispanizada) en su De re anatomica1. No es esta una prorrupción presuntuosa a guisa de ¡Eureka!, sino un lamento, una amarga parodia de sus propios avatares y de su infortunio, proyectada sobre la figura de su tocayo genovés, Cristóphoro. Un mismo apellido y, acaso, un mismo destino. No los une parentesco y la muerte de uno sucede apenas a doce años del nacimiento del otro. La "América" de Mateo es menos remota e infinitamente más breve que la de Cristóbal; de hecho, no excede en mucho las dimensiones de la cabeza de un clavo. Sin embargo, debió permanecer silenciada hasta la muerte de su descubridor y, pese a la insignificancia de su tamaño, no provocó menos revuelos.

Es el Renacimiento. El verbo es Descubrir: Es el ocaso de la pura especulación a priori y de los abusos del silogismo, en favor de la empiria de la mirada. Es, exactamente, la primavera de la mirada. Quizá Francis Bacon en Inglaterra y Campanella en Italia repararon en el hecho de que mientras los escolásticos derivaban en los repetidos laberintos del silogismo, el bruto de Rodrigo de Triana, a la misma hora, gritaba "¡Tierra!" y, sin saberlo, precipitaba la nueva filosofía de la mirada. La escolástica —la Iglesia finalmente lo comprendió— no era demasiado rentable o, al menos, representaba menos utilidades que la venta de indulgencias desde que Dios decidió pedir dinero a los pecadores. La nueva ciencia es buena siempre que sirva para acercar oro. Es buena siempre que no exceda la verdad de las Escrituras y es mejor aún si se trata de la escritura de bienes. Conforme el sol empezaba a detener su marcha alrededor de la Tierra –cosa que no ocurrió desde luego de un día para otro–, del mismo modo la geometría se rebelaba a la llanura del papel para colonizar el espacio tridimensional de la topología. Es este el mayor logro de la pintura renacentista: si la naturaleza está escrita en caracteres matemáticos –así lo anuncia Galileo–, la pintura habrá de ser la fuente de la nueva noción de la naturaleza. Los frescos del Vaticano son una epopeya matemática, tal como lo testimonia el abismo conceptual que separa la Natividad de Lorenzo de Mónaco de El triunfo de la cruz, que cubren el ábside de la Capella della Pietá. Por otra parte, pero por causas semejantes, no hay cartografía que quede en pie. Cambian los mapas del cielo, los de la Tierra, los de los cuerpos. Allí están los mapas anatómicos que son las nuevas cartas de navegación de la cirugía... Y entonces volvemos a nuestro Mateo Colón. Alentado quizá por la homonimia con el almirante genovés, Mateo Colón decidió que también su destino era descubrir. Y se hizo a sus mares. Ciertamente, no eran las suyas las mismas aguas que las de su tocayo. Fue el más grande explorador anatómico de Italia y entre sus descubrimientos más modestos se cuenta, nada menos, el de la circulación de la sangre, anticipándose a la demostración del inglés Harvey (De motus cordes et sanguinis), aunque incluso este descubrimiento es menor respecto de su "América".

Lo cierto es que Mateo Colón no pudo ver nunca su hallazgo publicado, hecho este que ocurrió el mismo año de su muerte en 1559. Con los Doctores de la Iglesia había que ser cuidadoso; sobran los ejemplos: tres años antes, Lucio Vanini se "hizo" quemar por la Inquisición a despecho, o quizás a causa, de su declaración acerca de que no diría su opinión sobre la inmortalidad del alma hasta que fuera "viejo, rico y alemán" 2. Y ciertamente el descubrimiento de Mateo Colón era más peligroso que la opinión de Lucio Vanini. Sin contar con la aversión que nuestro anatomista sentía por el fuego y por el olor de la carne quemada, más aún si se trataba de la suya.
(1) De re anatomica,Venecia 1559, lib. Xl, cap. XVI.(2) A. Weber: Historia de filosofía europea


EL SIGLO DE LAS MUJERES


El XVI fue el siglo de las mujeres. La semilla que cien años antes sembrara Christine de Pisan florecía en toda Europa con el dulce perfume de El dictado de los verdaderos amantes. No es en absoluto casual que el descubrimiento de Mateo Colón haya tenido lugar en el tiempo y en el sitio en que aconteció. Hasta el siglo XVI, la Historia estaba narrada por la grave voz masculina. “Allí donde se mire, allí está ella con su infinita presencia: del siglo XVI al XVIII, en la escena doméstica, económica, intelectual, pública, conflictual e incluso lúdica de la sociedad, encontramos a la mujer. Por lo común, requerida por sus tareas cotidianas. Pero presente también en los acontecimientos que constituyen, transforman o desgarran la sociedad. De arriba abajo de la escala social, ocupa el conjunto de los espacios y de su presencia hablan constantemente quienes la miran, a menudo para asustarse", declaran Natalie Zemón y Arlette Farge en Historia de las mujeres3. El descubrimiento de Mateo Colón irrumpe, precisamente, cuando los ámbitos de las mujeres —siempre de puertas adentro— comienzan, de a poco y sutilmente, a salir extramuros desde los beatarios y los monasterios, desde los prostíbulos o desde la cálida pero no menos monástica dulzura del hogar. La mujer, tímidamente, se atreve a discutir con el hombre. Con cierta exageración, se ha llegado a decir que en el siglo XVI se libra la "batalla de los sexos". Cierto o no, el asunto de las incumbencias de las mujeres se instala como tema de discusión entre los hombres.

Bajo estas circunstancias, ¿qué era la "América" de Mateo Colón? Ciertamente el límite entre descubrimiento e invención es mucho más difuso de lo que pudiera parecer a simple vista. Mateo Colon —es hora de decirlo— descubrió aquello con lo que, alguna vez, todo hombre soñó: la mágica llave que abre el corazón de las mujeres, el secreto que gobierna la misteriosa voluntad del amor femenino. Aquello que, desde el comienzo de la Historia buscaron brujos y hechiceras, chamanes y alquimistas —mediante la infusión de toda clase de hierbas o el favor de dioses o demonios— , en fin, aquello que siempre anheló todo hombre enamorado, herido por el desamor del objeto de sus desvelos y su desdicha. Y, por cierto, aquello con lo que soñaron monarcas y gobernantes, por la sola ambición de omnipotencia: el instrumento que sojuzgara la volátil voluntad femenina. Mateo Colón buscó, peregrinó y, finalmente, halló su "dulce tierra" anhelada: "el órgano que gobierna el amor en las mujeres". El Amor Veneris —tal el nombre con que el anatomista lo bautizara, "si me es permisible poner nombre a las cosas por mi descubiertas"— constituía un verdadero instrumento de potestad sobre el escurridizo –y siempre oscuro– albedrío femenino. Por cierto, semejante hallazgo presentaba más de una arista: "¿A qué calamidades no se vería confrontada la cristiandad si del femenino objeto del pecado se apoderaran las huestes del demonio?", se preguntaban, escandalizados, los Doctores de la Iglesia. "¿Qué sería del rentable negocio de la prostitución, si cualquier pobre contrahecho pudiera hacerse del amor de la más cara de las cortesanas?", se preguntaban los ricos propietarios de los espléndidos burdeles de Venecia. O, lo que sería peor aún, ¿qué sucedería si las hijas de Eva descubrieran que llevan en el medio de las piernas las llaves del cielo y del infierno?

El descubrimiento de la "América" de Mateo Colón fue también –y en su medida– una épica quebrantada por la letanía de un réquiem. Mateo Colón fue tan feroz y despiadado como Cristóbal; como aqué –y dicho con la misma literal propiedad–, fue un colonizador brutal que reclamaba para sí el derecho sobre las tierras descubiertas: el cuerpo de la mujer. Pero, por otra parte, además de lo que significaba el Amor Veneris, otra polémica habría de suscitar lo que era este órgano. ¿Existe el órgano que describió Mateo Colón? Es esta una pregunta inútil que, en cualquier caso, habría que reemplazar por otra: ¿Existió el Amor Veneris? Las cosas son, finalmente, las voces que las nombran. Amor veneris, vel Dulcedo Apeleteur? tal el nombre con que su descubridor bautizó a su órgano?, tenía un contenido fuertemente herético. Si el Amor Veneris coincide con el menos apóstata y más neutro kleitoris (cosquilleo) –que alude a efectos antes que a causas– es un asunto que habrá de preocupar a los historiadores del cuerpo. El Amor Veneris existió por razones diferentes de las de la anatomía; existió por cuanto no sólo fundó una nueva mujer, sino que además promovió una tragedia. Lo que sigue es la historia de un descubrimiento.
Lo que sigue es la crónica de una tragedia.


PRIMERA PARTE
LA TRINIDAD
I


Al otro lado del Monte Veldo, en el callejón de Bocciari, cerca de la Santa Trinidad, estaba il bordello dil Fauno Rosso, la casa de putas más cara de Venecia, cuyo esplendor no tenía competencia en todo el Occidente. La atracción del burdel era Mona Sofía, la puta mejor cotizada de Venecia y, por cierto, la más espléndida de Occidente. Superior, aun, a la legendaria Lenna Grifa. Igual que ella, recorría las calles de Venecia tendida sobre un palanquín llevado por dos esclavos moros. Igual que Lenna Grifa, Mona Sofia llevaba a los pies del palanquín una perra de Dalmacia y un papagayo al hombro. Según podía constatarse en el catalogo di tutte le puttane del bordello con il lor prezzo1, su nombre aparecía impreso en letras destacadas y, en números más notables todavía, el precio: diez ducados, esto es, seis ducados más cara que la misma legendaria Lenna Grifa2. En el catálogo, de muy prolija factura, que se editaba para viajeros selectos, nada decía, desde luego, de sus ojos verdes como esmeraldas, ni de sus pezones duros como almendras cuyo diámetro y tersura se dirían los del pétalo de una flor –si la hubiese– que tuviera el diámetro y la tersura de los pezones de Mona Sofia. Nada decía de sus muslos firmes de animal, torneados como la madera, ni de su voz de leño ardiendo. Nada decía de sus manos que, de tan pequeñas, parecían no abarcar el diámetro de una verga, ni de su boca mínima en cuya cavidad se hubiera dicho imposible acoger el volumen de un glande inflamado. Nada decía de su talento de puta, capaz de erguírsela a un anciano desahuciado.
Una madrugada de invierno del año 1558, poco antes de que el sol asomara desde el centro de las dos columnas de granito –traído desde Siria y Constantinopla–, y se pusiera entre el león alado y San Teodorico, cuando los autómatas moros de la Torre del Reloj se disponían a golpear la primera de las seis campanadas, Mona Sofía acababa de despedir a su último cliente, un rico comerciante de sedas. Al descender las escalinatas que conducían hasta el pequeño atrio del burdel, el hombre se acomodó la estola de lana que llevaba sobre el lucco, se calzó la beretta hasta las cejas y, oteando en el vano de la puerta, se aseguró de que ningún viandante lo viera salir. Desde el burdel se encaminó derecho hacia la Santa Trinidad, cuyas campanas llamaban al primer oficio.

Mona Sofía tenía la espalda fatigada. Para su fastidio, cuando descorrió las cortinas de seda púrpura de la ventana de su alcoba, pudo comprobar que ya había amanecido. Odiaba tener que dormirse con el alboroto que llegaba desde la calle. Se dijo que era aquella una buena oportunidad para aprovechar el día. Reclinada sobre la cabecera de su cama, empezó a hacer planes. Primero se vestiría como una señora e iría al oficio de la catedral de San Marco –en rigor, hacía mucho tiempo que no iba a misa–, luego se confesaría y, libre de cualquier remordimiento, se llegaría finalmente hasta la Bottega dil Moro para comprar unos perfumes que se tenía largamente prometidos. Siguió planificando, a la vez que se tapaba un poco más con las cobijas –el reposo después de aquella noche fatigosa empezaba a destemplarla– y cerró los ojos para poder pensar con más claridad. No habían terminado de sonar las campanas, cuando Mona Sofía, como todas las mañanas, se quedó profunda y plácidamente dormida.
1 Catálogo que menciona D. Merejkovski en su Leonardo de Vinci. Edit. Juventud, Barcelona, 1940.2 Nótese que una fortuna suficiente para vivir toda una vida de lujos era de unos mil ducados.


II




Por aquella misma hora, pero en Florencia, caía una fina garúa sobre el campanario de la modesta abadía de San Gabriel. Las campanas sonaban con una decisión tal, que se hubiera dicho que quien tiraba de las cuerdas era el obeso abad y no las delicadas manos de una mujer. Y sin embargo el abad aún dormía. Con la puntual devoción que todas las mañanas la sacaba de la cama antes del alba –hiciera frío o calor, lloviera o helara–, Inés de Torremolinos se colgaba de las cuerdas con su leve humanidad y, como si estuviera animada por el Todopoderoso, conseguía mover las campanas, cuyo peso superaba en no menos de mil veces al de su femenino e inmaculado cuerpo.

Inés de Torremolinos vivía con una austeridad franciscana pese a que era una de la mujeres más ricas de Florencia. Hija mayor de un noble matrimonio español, era muy joven cuando contrajo casamiento con un insigne señor florentino. De modo que, según ordenaban las normas maritales, marchó de su Castilla natal para ir a vivir al palacio de su cónyuge en Florencia. Quiso la fatalidad que Inés enviudara sin haber podido dar a su marido un eslabón en su noble genealogía: parió tres hijas mujeres y ningún hijo varón. Siendo una viuda muy joven, todo lo que Inés tenía era: un pesar por no haber engendrado un varón, unos cuantos olivares, vides, castillos, dinero y un alma devota y caritativa. De modo que, para olvidar su pena y remediar su culpa en memoria de su marido, decidió convertir en dinero todos los bienes que había heredado de su finado –en Florencia– y de su difunto padre –en Castilla– y construir un monasterio. De esa manera quedaría para siempre unida a su esposo inmortal mediante una existencia de pureza y celibato, y dedicaría su vida a servir a los hijos varones que su vientre no había sabido engendrar: a la comunidad monástica y a los pobres. Así lo hizo. Se diría que Inés era una mujer dichosa. Tenía una mirada franciscana que irradiaba paz y sosiego. Sus palabras siempre eran un bálsamo para los atormentados. Daba consuelo a los desconsolados y guiaba el camino de los descarriados. Se diría que marchaba sin escollos hacia la santidad. Aquella madrugada de 1558, a la misma hora en que, en Venecia, Mona Sofía terminaba su agotadora y rentable jornada, Inés de Torremolinos empezaba su día de dichoso v desinteresado trabajo. La una ignoraba la remota existencia de la otra. Y nada haría suponer a nadie que una y otra pudieran tener algo en común. Sin embargo, el azar traza a veces caminos imposibles. Sin siquiera sospecharlo, sin siquiera conocerse, una y otra eran parte de una misma trinidad, cuyo vértice estaba en Padua.



EL CUERVO
I


En el sitio más encumbrado del macizo promontorio que separa Verona de Trento, sobre el último peñón que se destaca del collar de morros que corona la cima del Monte Veldo, tan quieto como la roca donde se posaba, el perfil de un cuervo se recortaba contra el confín crepuscular, cuyo epicentro dorado no parecía provenir del sol —aún virtual—, sino de la misma dorada Venecia. Como si el fundamento de aquella bóveda de luz fuera el de las remotas cúpulas bizantinas de la Catedral de San Marco. Era el crepúsculo que antecede al día. El cuervo estaba esperando. Tenía paciencia. Y tenía, como siempre, un hambre voraz pero no perentoria. Su dominio era toda Venecia: la Venecia Eugánea —Treviso, Rovigo, Verona y, más allá, Vicenza— y también la Venecia Julia. Pero su paradero estaba en Padua. Abajo todo se hallaba dispuesto para la fiesta de San Teodorico, la festa di tori. Después del mediodía, la multitud, entre trago y trago, habría de manear cinco o seis bueyes que, uno a uno y tomados de las astas por otras tantas mujeres, serían degollados de un único y exacto golpe de sable. Se diría que el cuervo sabía que así habría de ser. Olía por anticipado el olor que más le gustaba. Pero sabía, también, que, con fortuna, apenas si podría rapiñar una miserable tripa o un ojo, que tendría que disputar con los perros. No valía la pena ni el viaje, ni el riesgo, ni el esfuerzo. Aún no se había movido. Tenía la paciencia de los cuervos. Hubiera podido esperar a que los autómatas de la torre del reloj golpearan la última campanada cuando, como todas las mañanas, desde el Canal Grande apareciera la barcaza pública que pasaba a recoger los cadáveres del Hospital de Humberto Primo hasta la Isla del Cementerio. Pero tampoco valdría la pena; con suerte podría arrebatar un jirón de carne mala, demasiado magra y ya diezmada por la peste.

Giró sobre sus patas y miró hacia el lado opuesto —el Este—, donde estaba su morada. Allí estaba su amo. Entonces remontó vuelo a Padua.


II


Voló sobre las diez cúpulas de la basílica y después sobre la Universidad. Se posó sobre el capitel de la cuarta puerta que daba hacia el patio interior. Esperaba. Sabía que su amo habría de salir de un momento a otro. Así sucedía todos los días. Tenía paciencia. Extendió un ala y metió su pico entre las plumas. Se diría que no prestaba atención a otra cosa que a los íntimos agasajos que se prodigaba: acomodarse las plumas del pecho, desembarazarse de un piojo.

En el mismo momento en que sonó la campana que llamaba a misa, el cuervo se tensó como una cuerda, desplegó las alas morosamente, emitió un graznido sordo y se preparó a dar el salto sobre el hombro de su amo, que, como todas las mañanas, habría de asomar desde la recova y, antes de encaminarse a la parroquia, se llegaría hasta la morgue para darle a su cuervo lo que tanto le gustaba: una tripa todavía tibia. Sin embargo, aquella mañana de invierno las cosas no iban a ser iguales. Había terminado de sonar la primera campanada y su amo todavía no se había asomado. El cuervo sabía que su señor estaba dentro del claustro, podía olerlo, hasta podía escuchar su respiración. Y sin embargo no salía. El cuervo graznó de fastidio. Tenía hambre.

El cuervo y su amo sabían quién era quién. Y por ese mismo motivo se prodigaban un mutuo y velado recelo. Leonardino —ése es el nombre que el amo le había puesto— nunca se posaba francamente sobre el hombro de su señor; mantenía una distancia mínima entre sus patas y la estola, elevándose con un aleteo corto y regular. Tampoco el amo se fiaba de su compañero. Uno y otro —ambos lo sabían— compartían el mismo espíritu inquisitivo por indagar qué se oculta detrás de la carne.

Sonó la segunda campanada y su amo seguía sin aparecer. Algo raro sucedía, el cuervo podía adivinarlo.Todos los días, Leonardino, posado sobre la balaustrada de la escalera de la morgue, seguía atentamente los movimientos de su amo, sus manos que, sabiamente, guiaban el escalpelo; entonces, cuando veía la sangre que surgía tras del delgado surco que a su paso dejaba la hoja, Leonardino se balanceaba hacia izquierda y derecha y emitía un graznido de satisfacción.

Por mucho que lo había intentado, el amo no había conseguido que Leonardino comiera de su mano; y en verdad no le faltaban motivos para temer; el cuervo sabía de quién era la tripa que su amo le había ofrecido el día anterior, reconocía el olor de aquel gato que, hasta ayer, se sentaba confiado sobre la falda del hombre y que, con la misma mano con que lo acariciaba y le daba de comer, lo había vaciado para disecarlo. —Leonardino...—canturreaba el amo a la vez que se acercaba lentamente hacia el cuervo blandiendo una tripa con el brazo tendido. —Leonardino... —repetía y, conforme avanzaba un paso, el cuervo retrocedía otro. Leonardino no miraba la tripa; la olía, sí, pero no la miraba. Tenía sus ojos siempre clavados en los de su amo que, al parecer, le resultaban más apetitosos que aquel trozo de intestino. Entonces el hombre le arrojaba la tripa y el cuervo la tomaba en su pico con una voracidad largamente contenida. Sin embargo, aquella mañana nadie asomó desde la recova. Sonaba la tercera campanada cuando el cuervo supo que su amo no habría de asistir a la cita cotidiana. Disgustado y hambriento, Leonardino voló con rumbo a Venecia.



EL VÉRTICE
I


El nombre del amo era Mateo Renaldo Colón y, ciertamente, aquella mañana de invierno del año 1558 tenía fundados motivos para no concurrir a la cita habitual que todos los días, antes de la misa, lo reunía con su Leonardino. Encerrado entre las cuatro paredes de su claustro de la Universidad de Padua, Mateo Colón escribía.

"Si me asiste el derecho de poner nombre a las cosas por mi descubiertas, lo llamaré Amor o Placer de Venus", apuntó Mateo Colón y así concluyó el alegato que había estado redactando durante toda la noche. En el mismo momento en que cerró el grueso cuaderno de tapas de piel de cordero sobre el que escribía, escuchó las campanas que llamaban a misa. Se frotó los párpados; tenía los ojos rojos y la espalda fatigada. Miró hacia la pequeña luna que se alzaba por encima de su pupitre y comprobó que la vela que estaba junto al cuaderno ardía ahora inútilmente. Más allá, sobre las cúpulas de la catedral, el sol empezaba a entibiar el aire y a evaporar de a poco el rocío que reverdecía el pasto del jardín sobre el que se cernía la Universidad. Desde el otro lado del patio llegaba el perfume del incienso recién encendido de la capilla que por momentos se trocaba, según lo dispusiera el viento, por los aromas hospitalarios de la humeante chimenea de la cocina. Y conforme el sol ascendía por sobre las tejas de la recova, en la misma proporción iba creciendo el tibio alboroto que llegaba desde la piazza dei frutti. Los gritos de los tenderos y el pregón de los vendedores ambulantes, los balidos de las ovejas que se ofrecían a dos ducados, según vociferaban las campesinas que bajaban a la ciudad, contrastaban con el monástico silencio que imponía el tañido de la campana que llamaba a misa.

Todavía somnolientos, estregándose las manos para morigerar el frío y echando un vapor blanco por la boca, los alumnos salían de los pabellones hacia la recova que circundaba el patio central, convergiendo todos en una fila que se iniciaba en la entrada del pequeño atrio de la capilla. De pie junto al párroco, Alessandro de Legnano, el decano de la Universidad, velaba el orden con unción e imponía silencio con miradas severamente impartidas aquí y allá o, llegado el caso, con un carraspeo puntualmente dirigido a los contraventores

Antes de que sonara la última campanada, Mateo Colón se incorporó y caminó hasta la puerta. Sólo cuando giró el picaporte y comprobó que la puerta de su claustro estaba cerrada por fuera, recordó que aquellas campanas no doblaban para él. La fatiga de la noche en vela, pero más la fuerza de la costumbre —que cada mañana lo conducía hasta la capilla después de una breve visita a la morgue—, le habían hecho olvidar que ahora —por disposición de los Superiores Tribunales— estaba preso en su propio claustro. Sintió remordimiento por su Leonardino. Acaso debería sentirse agradecido por su suerte; sin duda hubiera sido peor ocupar una celda fría y mugrienta en la cárcel de San Antonio. Acaso debería agradecer al Tribunal y al decano el hecho de no estar engrillado de pies y manos y poder ver el tibio sol de invierno a través de la pequeña luna de su claustro. Ciertamente, los cargos que se le imputaban merecían el mayor de los rigores: herejía, perjurio, blasfemia, brujería y satanismo. Por mucho menos que semejantes acusaciones se encarcelaba a los penados. Ahora mismo, desde su claustro, podía oír cómo los viandantes insultaba —entre escupitajos— a los reos exhibidos en los cepos de la plaza. Y no eran más que ladrones de baratijas.

Los últimos alumnos que pasaban junto a la ventana del claustro de Mateo Colón se ponían en puntas de pie y miraban hacia el interior; entonces el anatomista podía escuchar los murmullos y las risitas maliciosas de aquellos que, hasta ayer, habían sido sus propios alumnos e, inclusive, de los que podían haber llegado a ser sus fieles discípulos. Podía verlos. Aunque quizá debería estar agradecido de su suerte, Mateo Colón maldijo el día en que abandonó su Cremona natal. Maldijo el día en que su actual verdugo, el decano, decidió ponerlo al frente de la cátedra de anatomía v cirugía. Y maldijo el día en que, cuarenta y dos años antes, había nacido.



II


"Il Chirologi" a decir de sus paisanos, "Il Cremonese", en su exilio en Padua, Mateo Renaldo Colón había estudiado Farmacia y Cirugía en la Universidad en la que ahora estaba preso. Fue el más brillante discípulo de Leoniens primero y de Vesalio después. El mismo maestro Vesalio sugirió al decano, Alessandro de Legnano, que fuera su discípulo cremonés quien lo sucediera al frente de la cátedra, cuando, en 1542 marchó a hacer escuela en Alemania y España. Siendo todavía muy joven, Mateo Colón se ganó, por derecho, el título de Maestro dei maestri. Para orgullo de Alessandro de Legnano, su catedrático cremonés descubrió las leyes de la circulación pulmonar antes aún que su colega, el inglés Harvey, quien, injustamente, se ha quedado con los laureles. Muchos lo consideraron un lunático cuando afirmó que la sangre se oxigenaba en los pulmones y que no existían orificios en el tabique que divide las dos mitades de corazón, atreviéndose a refutar al mismísimo Galeno. Y por cierto era aquella una afirmación peligrosa: un año antes, Miguel de Servet había sido obligado a huir de España cuando, en su Christianismi Restitutio, declaró que la sangre era el alma de la carne —anima ipsa est sanguis—; su intento de explicar en términos anatómicos la doctrina de la Santísima Trinidad lo llevó a las hogueras de Ginebra, donde lo quemaron con leños verdes "para prolongar la agonía" 1. Pero los laureles del descubrimiento de Mateo Colón habría de llevárselos el inglés Harvey cien años después y, según señaló Hobbes en De Corpore, "ha sido el único anatomista que ha visto aceptar en vida su doctrina". Mateo Colón era, eminentemente, italiano; hijo de la plástica, de la gala y el ornamento. Hijo pródigo de aquella Italia en la que todo, desde las cúpulas de las catedrales hasta el vaso donde bebía el labrador, desde los frescos que adornaban los palacios hasta la hoz con la que el campesino hacía la siega, desde los capiteles bizantinos de las iglesias hasta el cayado del pastor, todo, era de una factura prodigiosa. De aquella misma factura estaba hecho el espíritu de Mateo Colón; de la misma galanura ornamental, de la amable gentilezza italiana. Todo estaba animado con el hálito de Leonardo; el artesano era artista, el artista, científico, el científico, guerrero y el guerrero, de nuevo, artesano. Saber era, además, saber hacer con las manos. Por si faltaran ejemplos, con sus propias manos, el mismo papa Eugenio I le había cortado la cabeza a un prefecto un poco díscolo.

Con la misma mano con la que deslizaba la pluma sobre el cuaderno de tapas de piel de cordero, Mateo Colón sabía empuñar el pincel y preparar los óleos con los que pintó los más espléndidos mapas anatómicos; capaz, si quería, de pintar como Signorelli o como el mismo Miguel Angel. En su autorretrato se presentó a sí mismo como un hombre de rasgos finos pero enérgicos; los ojos renegridos y la barba oscura y espesa revelaban, acaso, un ascendiente moro. La frente, alta y prominente, quedaba enmarcada entre dos bucles que descendían hasta los hombros. Según su propio testimonio, tenía unas manos delicadas y pálidas, cuyos dedos —largos y delgados— le conferían una elegancia que se diría casi femenina. Entre el índice y el pulgar sostenía un escalpelo. El autorretrato no fue solamente un fiel testimonio de su fisonomía, sino también de su obsesión; si bien se mira —pues es francamente difícil de advertir—, debajo del bisturí, en la base inferior del cuadro puede distinguirse, entre una bruma difusa, el cuerpo desnudo e inerte de una mujer. La pintura recuerda a otra contemporánea: el San Bernardo de Sebastiano del Piombo; la desproporción que existe entre la beatitud de la expresión del santo v su actitud, clavando su cayado sobre el cuerpo de un demonio, es la misma que se advierte en el gesto del anatomista mientras hunde su escalpelo en la femenina carne. Es la suya una expresión de triunfo.

En una época hecha de nombres, de singularidades, Mateo Colón llevaba su nombre como quien carga con un lastre; ¿cómo evitar el forzado cono de sombra al que lo sometía la memoria de su ilustre tocayo genovés? Mateo Colón estaba condenado a la parodia, a la burla fácil de sus detractores. Su obra, ciertamente, no fue menos extraordinaria que la de su homónimo. También él descubrió su "América" y, como él, supo de la gloria y de la desdicha. Y supo de la crueldad. Mateo Colón, a la hora de fundar su colonia, no tuvo más escrúpulos ni piedad que Cristóbal. El madero del asta fundacional no iba a estar clavado en las tibias arenas del trópico, sino en el centro de las tierras descubiertas que reclamó para sí: el cuerpo de la mujer.


BIOGRAFÍA:


Federico Andahazi
De Wikipedia, la enciclopedia libre

Federico Andahazi es un
escritor y novelista argentino.
Nació en
Buenos Aires el 6 de junio de 1963.


Hijo de Bela Andahazi y Juana Merlín. Estudió Psicología en la Universidad de Buenos Aires y ejerció la profesión de psicoanalista durante poco tiempo. Abandonó su profesión para abrazar el oficio de escritor. En el año 1996 obtuvo el Primer Premio de Cuentos de la Segunda Bienal de Arte Joven con su cuento Almas misericordiosas. Ese mismo año recibió también el Primer Premio del Concurso Anual Literario «Desde la Gente» por su cuento El sueño de los justos con un jurado compuesto por los escritores Héctor Tizón, Luisa Valenzuela y Liliana Heker entre otros eminentes miembros.

La polémica con «El anatomista»

Hacia fines de 1996, a la vez que era finalista del Premio Planeta, su novela El anatomista ganó el Primer Premio de la Fundación Amalia Lacroze de Fortabat. Sin embargo, la mentora del concurso, Amalia Lacroze de Fortabat, publicó en varios diarios de Buenos Aires un comunicado en el cual manifestaba su desacuerdo con el resultado del evento, en razón de que la obra elegida no contribuía «a exaltar los más altos valores del espíritu humano», y por lo tanto no cumplía con los objetivos de la Fundación en cuanto a «la finalidad que la determinó a establecer estos concursos culturales». El jurado con el que disintió la Sra. Fortabat estaba compuesto por prestigiosos y reconocidos escritores. Estos eran: María Angélica Bosco, Raúl H. Castagnino, José María Castiñeira de Dios, María Granata y Eduardo Gudiño Kieffer.
El libro fue publicado por la editorial Planeta en 1997, fue rápidamente traducido a más de treinta idiomas y vendido por millones de ejemplares.

Obras posteriores
En 1998 Andahazi publicó su segunda novela, Las piadosas, que fue publicado por el sello Sudamericana. Ese mismo año la editorial Temas sacó un pequeño volumen con los cuentos premiados de Andahazi, bajo el título El árbol de las tentaciones. Luego publicaría la novela El príncipe (ed. Planeta, 2000), una sátira política y en el 2002, El secreto de los flamencos (ed. Planeta). Con esta última novela Andahazi obtuvo el reconocimiento de la crítica y el público.
En 2004 se publicó Errante en la sombra (Alfaguara) una original novela musical para la cual compuso unos cuarenta
tangos.
En el año 2005 publicó La ciudad de los herejes (Planeta), una novela ambientada en la Francia medieval en la que narra cómo se originó el llamado
Santo Sudario de Turín.
En 2006, Federico Andahazi obtuvo el Premio Planeta Argentina por su novela El conquistador; el jurado estuvo compuesto por los escritores
Marcela Serrano, Marcos Aguinis, Osvaldo Bayer y el editor Carlos Revés. Esta última obra relata la historia de Quetza, un joven azteca que, adelantándose a Cristóbal Colón, descubre un nuevo continente, Europa, y retrata a los salvajes que lo habitan.

Ensayo
En marzo de 2008, Federico Andahazi publicó su primera obra de no ficción, Pecar como Dios manda. Historia sexual de los argentinos (que publicó editorial Planeta).

Bibliografía
1997: El anatomista
1997: Las piadosas
2000: El príncipe
2002: El secreto de los flamencos
2004: Errante en la sombra
2005: La ciudad de los herejes
2006: El conquistador
2008: Pecar como Dios manda. Historia sexual de los argentinos
2009: Argentina con Pecado Concebida. Historia sexual de los argentinos 2


Fuente: Literatura argentina contemporánea. Enciclopedia Wikipedia.
Melan.

No hay comentarios:

Publicar un comentario